No hay parámetro útil para compararlo con nadie, él era su propio paragón. Lo que ha sobrevivido de sus acciones traza el perfil de un ser único, inmenso, dotado de las más altas virtudes y las más hondas perversiones.
Pareciera superar absolutamente las dimensiones humanas.
Era gigantesco y bello, de cuerpo espléndido, moldeado por una vida de exigencias extremas, en la que abundaron momentos de gloria, crueldad y desdicha.
Mitrídates Eupator (que vivió entre los años 132 y 63 a.C.) era descendiente por línea paterna del rey Mitrídates I, fundador del reino del Ponto; y por su madre enlazaba con los Alexandridas y los Seleucidas.
La peor de las ofrendas
Tempranamente conoció la tragedia y la desventura. Su padre, Mitrídates Evergetes, murió cuando él no había cumplido aún los 11 años.
Heredó el trono, pero recibió la peor de las ofrendas: el odio de su madre, que para hacerse con el poder absoluto intentó asesinarlo.
Mitrídates Eupator huyó, y durante siete años peregrinó por campos y bosques; padeció el hambre y la miseria, y la dureza de la existencia le forjó un temple inquebrantable, implacable, así como un cuerpo estatuario, dotado de aptitudes atléticas legendarias.
Así, aunque se despojase a los testimonios de época de los habituales excesos de obsecuencia debida al poderoso, sus hazañas deportivas y viriles suscitan admiración a la distancia de los siglos.
Como un superhombre
Cifra y pasmo de la especie humana, ganó infinidad de premios en las competencias de destreza y velocidad; era un estupendo auriga, capaz de guiar a toda carrera un carro de 16 caballos veloces, un infalible cazador y un invencible gladiador.
En los banquetes, nadie comía y bebía más que él. Y fueron célebres sus incursiones en su glorioso harén (se han conservado centenares de cartas de sus amantes griegas, que le imploraban sus visitas nocturnas).
Tenía una casi milagrosa capacidad para interpretar los sueños; polemizaba de igual a igual con filósofos y juristas, y aplastaba a los sacerdotes con sus conocimientos de teología.
Aunque podía ser de una alucinante crueldad, poseía un raro refinamiento: amaba la música y la poesía.
Coleccionaba exquisitas antigüedades y era una autoridad indiscutible en piedras preciosas y joyas: su joyario era célebre en el oriente de Europa y en el Asia menor.
Sigue siendo un misterio su portentosa capacidad para acumular vastos conocimientos en ciencias, artes, religiones, coleccionar joyas y antigüedades, intervenir en cuanta competencia deportiva se libraba, banquetear todos los días, y amaba todas las noches.
Fue un eximio botánico, y su nombre ha sido dado a compuestos medicinales y a plantas que él descubrió: el mitridato, el eupatorio y el escordio. Y dominaba 22 idiomas.
El arte de matar
Lo que permanece indiscutible es su insondable crueldad: mandó asesinar a su madre, a su hermano, a todas sus hermanas (que fueron también sus esposas), a tres de sus hijos y a tres de sus hijas, y a su muerte se encontraron decenas de sentencias de muerte ya firmadas para eliminar a la mayoría de sus ministros y servidores.
Y cuando estuvo a punto de ser vencido por los romanos, ordenó el asesinato de todas las mujeres de su harén, para que no fuesen vejadas por los enemigos.
Todo ello, en el tiempo libre que le dejaban sus guerras de conquista. Porque recobró el poder a los 18 años, cuando el sol del Imperio romano iniciaba el descenso hacia su irreversible ocaso.
Ocupó las costas septentrionales del Ponto Euxino (mar Negro) y anexó a su reino la Armenia Menor y las Cólquidas (costas orientales del mar Negro).
Los romanos intentaron contenerlo, y en alianza con el rey Nicómedes de Bitinia (noroeste del Asia Menor) lanzaron una guerra que culminó en una dolorosa derrota.
Un peligro, siempre
Vencedor, Mitrídates no tuvo piedad con los prisioneros: mandó asesinar a 80 mil italianos que residían en Asia Menor.
El Imperio romano no toleró esa afrenta. Armó un poderoso ejército que, comandado por Sila, derrotó a las fuerzas pontinas en Queronea y en Orcomeno (año 84 a.C.).
Mitrídates perdió todas sus conquistas y aceptó pagar una enorme reparación de guerra, pero al año siguiente los romanos se convencieron de que, aun vencido y prisionero, seguía siendo un peligro.
Enviaron una fuerza expedicionaria que fracasó en su intento de invadir el Ponto, y padeció una decisiva derrota (83 a.C.).
Discurrió una década de paz armada, que se quebró en el 74 a.C., cuando Mitrídates, fiel a su costumbre, intentó reconstruir su imperio.
El rey de Bitinia había dispuesto en su testamento que a su muerte su reino pasara en herencia a Roma; Mitrídates trató de aprovechar el vacío de poder e invadió Bitinia, pero fue nuevamente vencido por los romanos, que se vengaron de la derrota padecida por Murena.
Conducidos por Lúculo, ingresaron en el Ponto para ocupar todo el país, pero la campaña se frustró porque sus soldados se insubordinaron (72 a.C.).
La gran derrota
Nuevamente paz armada, turbada siempre por las aventuras expansionistas de Mitrídates. Se necesitaba un gran militar para contenerlo definitivamente, y los romanos lo encontraron en Pompeyo.
El excepcional general Cneo Pompeyo, o Cneo Pompeyo Magno, salió en campaña decidido a cerrar para siempre la turbulenta historia de Mitrídates; lo derrotó en el 66 a.C y lo puso en fuga.
Mitrídates se refugió en Crimea, donde se suicidó tres años después.
Hasta en su suicidio Mitrídates fue excepcional. Uno de sus grandes y peligrosos pasatiempos era investigar sobre venenos.
El hombre antídoto
Una de sus diversiones favoritas consistía en invitar a sus ministros y a sus amigos a un banquete, envenenar un plato de comida y servirlo al azar. Al que le tocara en suerte (en malaventura), adiós.
Él mismo acondicionó su cuerpo para superar un eventual intento de envenenamiento, porque sabía que estaba rodeado de traidores.
Para desarrollar un antídoto universal, comenzó por mezclar distintos antídotos con sangre de patos pontinos, a los que engordaba con venenos, cuya carne ingería luego él mismo.
Aumentaba gradualmente las dosis hasta absorber cantidades que hubiesen fulminado a cualquier ser humano que no fuese Mitrídates Eupator.
Fue un triunfo de su teoría de la inmunidad, pero que terminó por volverse en su contra porque, cuando sobrevino su derrota, tomó el veneno más potente que existía en su tiempo, pero fue en vano.
Se hizo matar a lanzazos por un soldado de su custodia (hay historiadores que sostienen que se hizo matar por uno de sus hijos).
El gran Theodor Mommsen afirma en su monumental Historia de Roma:
"Sea cual fuere el juicio que se forme acerca del hombre, la figura de Mitrídates continuará siendo grande en la historia".
Y es imposible discutir tal certeza, por venir de tal autor.
