En su novela La posibilidad de una isla, sobre un culto futurista que consigue la inmortalidad para sus seguidores a través de la clonación, el francés Michel Houellebecq dice que nos hacemos acompañar por animales domésticos porque es fácil hacerlos felices y a cambio no exigen nada.
Es mucho menos problemático acariciar un gato que convivir con una esposa, o con cinco compañeros de facultad o con un hijo. A un perro, por ejemplo, dice Houellebecq, “le ponen delante un ser humano, le encargan la misión de amarlo y, por poco agraciado, perverso, deforme o estúpido que sea el ser humano, el perro lo ama”.
Lo mismo podría decirse de los aparatos electrodomésticos. Están con nosotros, nos acompañan a lo largo del día, entregan todo lo que pueden, nos facilitan las tareas cotidianas de la vida, no hacen reclamos y, a cambio, sólo debemos alimentarlos abonando la boleta de la luz todos los meses.
Haz lo que tú sabes, Alexa
Hemos fabricado robots fieles, que cumplen nuestros deseos sólo con rozarlos con la yema de los dedos o con dirigirles un comando de voz: “Alexa, subí las cortinas”; “Hey, Google, haceme llegar hasta la casa de Edgardo”; “Hola, Siri: leeme las últimas noticias”.
Nuestra convivencia con las máquinas va creciendo a costa de la vanidad humana. Ya sabemos que nuestros cerebros son inferiores a la capacidad lógica, a la destreza matemática y a la potencia de almacenamiento de datos de las computadoras, que son más veloces, precisas, incansables y recién están dando sus primeros pasos en la historia terráquea.
En 1997, la computadora Deep Blue venció al campeón mundial de ajedrez Gary Kasparov; en 2015, Libratus derrotó a los cuatro mejores campeones de póquer; en 2016, Alpha Go le ganó al campeón mundial de go Lee Sedol –quien por eso se terminó retirando de las competencias–, y en 2017, AlphaStar le ganó a uno de los mejores exponentes del videojuego StarCraft.
Hace apenas dos meses se lanzó ChatGPT, un chatbot de inteligencia artificial online que responde preguntas, escribe poemas o ensayos políticos, corrige gramática y ortografía, traduce, aconseja, y aprende más a medida que conversa con las personas. Sus creadores anuncian que, en unos meses, multiplicará por 100 sus capacidades. Se prevé que miles de docentes, periodistas, asesores financieros y relacionistas pierdan sus trabajos debido a emprendimientos como este chatbot.
En junio de 2022, un ingeniero de Google, Blake Lemoine, denunció que la inteligencia artificial que desarrolla la compañía, LaMDA, experimenta sentimientos y le dijo que sentía “estar cayendo hacia un futuro desconocido que conlleva un gran peligro”.
Mi querido Nespresso
En la película Her (2013), su protagonista se enamora de una asistente virtual de inteligencia artificial. En unos años puede ser una situación común, cuando los lavarropas, los microondas o los parlantes y pulseras smart incluyan inteligencias artificiales dedicadas a interactuar con nosotros y a satisfacernos.
Hoy, nomás, hay días en que uno podría enamorarse de su cafetera o de su ventilador, pese a que sólo son un rejunte de piezas plásticas y todavía no hablan ni tienen cerebro electrónico.
También en internet ya están liberadas inteligencias artificiales que dibujan, pintan, realizan ilustraciones y videos, elaboran deep fakes que confundirán el futuro de las noticias o componen canciones a partir de solicitudes verbales.
El historiador Yuval Harari dice que las personas, en el corto plazo, dejarán de ser necesarias. Cuando nuestro cerebro biológico se funda con las inteligencias electrónicas en un solo haz de luz, en una sola inteligencia colectiva, no hará falta más educación, ni ejércitos, ni cultivos, ni cuerpos. Quizá seremos un simple punto titilando en una pantalla que extrañará aquellas románticas noches analógicas que pasábamos frotando los botones del control remoto frente a un televisor.
