Las cifras de natalidad registradas en nuestro medio caen año a año. La reducción es tal que los nacimientos no llegan a reponer las pérdidas.
El número de nacidos en Córdoba bajó de 59 mil en 2014 a 34 mil en 2024, en consonancia con el resto del país, la región y gran parte del mundo, que de manera inédita parece haber postergado las preocupaciones sobre la sobrepoblación global.
Tanta evidencia plantea la necesidad de reconocer estructuras familiares y funciones parentales que condicionan nuevos modos de crianza.
Entre los factores que condicionan para que haya menos nacimientos, sobresalen las carencias económicas, una mayor conciencia general sobre la responsabilidad de crianza y la elección de proyectos personales diferentes a la maternidad.
Todo esto, en un escenario social con profundos cambios ocurridos en períodos breves, en los que tanto el rol masculino como el femenino (diversos e intercambiables) han debido adaptarse a un excluyente sistema de producción de capital, en el que un embarazo es apenas una de las múltiples opciones de realización personal.
El creciente número de mujeres que desarrolla un trabajo formal –de tiempo parcial o completo, fuera o dentro de su hogar, pago o no– lleva a muchas a postergar el momento de gestar, tanto en edad como en la lista de prioridades.
Sus parejas suelen acompañar esta decisión, convencidas de que la igualdad entre géneros ha llegado para quedarse.
Otras (muchas) mujeres eligen no asumir de manera exclusiva el denominado “trabajo afectivo”: aquellas tareas domésticas y de cuidado infantil que tradicionalmente se espera de ellas. También son muchos los varones que, con naturalidad, llevan adelante dicho trabajo afectivo.
En consecuencia, crece el número de núcleos familiares limitados a la pareja o con un solo hijo/a, lo que condiciona vínculos diferentes a los tradicionales.
Por un lado, los progenitores suelen tensarse al no poder asumir con igual intensidad todas las demandas (personales, laborales y de ese “tesoro” único).
Por otro, crece la confusión entre los chicos al descubrirse “socios” de sus padres.
Algunas consecuencias ya están hoy a la vista: la caída de la autoridad de progenitores, la adultización temprana en muchos chicos y la percepción de soledad en otros.
Estos cambios ya son reconocibles, pero es necesario identificar los que podrían ocurrir.
Por ejemplo, el uso de la palabra hermano, que en un par de décadas se convertiría en un arcaísmo. Los vínculos fraternales dependerían de eventuales ensambles familiares, con su reconocido efecto de mitigar algunas soledades infantiles.
También cambiaría de modo definitivo la estructura familiar tradicional por una “sociedad horizontal” de convivientes. Todos –cualquiera sea su edad– con la potestad de opinar y decidir sobre temas básicos como alimentación, educación y entretenimientos; sin jerarquías ni límites razonables. Sin modelos, ejemplos o guías.
En el ámbito comunitario, el descenso sostenido de la natalidad contribuiría al colapso de sistemas previsionales, sin suficientes trabajadores activos que sostengan a los jubilados.
Y, tristemente, podrían desaparecer jardines maternales, jugueterías y hasta los menús infantiles.
Dos noticias alivian la información: la reducción de la natalidad es más pronunciada entre quienes tienen menor instrucción formal y menos recursos económicos; un dato que podría insinuar una mejor planificación familiar.
La mayor alegría se produce por la fuerte disminución de embarazos de adolescentes (15-19 años); en general, no deseados.
Las sociedades, en tanto estructuras vivas y cambiantes, sorprenden con números que obligan a redefinir lo que entendemos por infancia.
* Médico