A lo largo de la historia, la especie humana ha intentado siempre nuevas formas de entendimiento, organización y desarrollo; es decir, de comunicación.
En la actualidad, se avizora el avance de un nuevo modelo, más dependiente de la tecnología, que parece enfrentar al tradicional.
La estrella de esta cultura emergente es la inteligencia artificial (a la que algunos investigadores llaman “potencias cognoscitivas no humanas”), revolucionario atajo conceptual que aterra a sus detractores – temerosos del apocalipsis, con robots asumiendo el “control”– y entusiasma a sus defensores, que la ponderan como necesidad prioritaria.
¿Cómo asumir el cambio de paradigma?
Es necesario retroceder tres mil años para reconocer otra “bisagra” histórica entre dos modelos de comunicación, por un tiempo solapados, para luego dar paso al predominio de la escritura.
Hasta dicha aparición, las comunidades primitivas utilizaban la oralidad para resolver sus vínculos y necesidades de supervivencia.
El surgimiento de los signos cuneiformes en la Mesopotamia asiática y de jeroglíficos en Egipto produjo fuertes cambios en la comunicación humana y, de manera fundamental, amplió su visión del entorno (del mundo, aunque por entonces no existía tal noción).
Los primeros alfabetos sumaron representaciones complejas que permitían nombrar, medir, calcular y dar identidad tanto a lo tangible como a lo invisible.
No pudo evitarse que surgiera una inesperada omnipotencia: la de querer explicar todos los fenómenos existentes con las palabras disponibles. La comprensión del mundo dependería del conocimiento de quienes lo describían por lo que, al “explicarlo todo”, el hombre cambió su rol de espectador del mundo para pasar a ser su dueño.
La lectura se expande
Fue recién a partir del siglo XVIII –300 años después de la invención de la imprenta– cuando la lectura fue habitual en grandes poblaciones, y se consolidó así el pensamiento dominante, transmitido en los libros: un orden social racional, lógico y lineal; excluyente de cualquier otro modelo de interpretación de la realidad.
Sobre esta base conceptual nacieron las principales instituciones en las que se asienta la vida actual: la familia (monogámica), la escuela, las iglesias, las agrupaciones sociales, laborales y corporaciones de gobierno.
Tal hegemonía no fue cuestionada en Occidente sino desde mediados del siglo 20, cuando otros modelos comenzaron a desafiar esa racionalidad, al poner en evidencia sus limitaciones para describir y resolver la complejidad humana.
Provocativa, la cultura digital es la que hoy devela carencias de lo tradicional para sostener a padres desconcertados frente a las demandas de sus hijos, para acompañar procesos educativos y para gestionar acciones cívicas que moderen a dirigentes y gobernantes.
Son los niños y adolescentes quienes demandan –a través de síntomas clínicos, conductas en los colegios y planteos en la sociedad– otros modos de comunicación y nuevos escenarios de aprendizaje. Son los “audiovisuales” quienes abrevan conocimiento de fuentes no tradicionales, ilusionados con triunfar a partir de aprendizajes intuitivos y trayectos rápidos.
No obstante, ningún cambio de paradigma comunicacional ocurrió de repente.
Así como la aparición de la escritura no desplazó la oralidad, la inteligencia artificial es un instrumento destinado a convivir con lo tradicional, hasta encontrar (si eso ocurre) su momento de predominio.
Mientras tanto, las conversaciones íntimas, los libros de papel y los gestos humanos –siempre más expresivos que un emoji– seguirán siendo las mejores herramientas de construcción de subjetividades; al menos, durante la infancia.
Prueba de ello es que, hasta el momento, ningún sistema de IA ha demostrado la capacidad para sentir lo que, finalmente, educa el alma humana: el dolor.
* Médico pediatra