Olor a mandarinas

Me preocupa Juan; lo veo cada día más triste. Dale, Gordo, decíle a tu hijo que no se ponga así por una mudanza.

–Es tu hijo también, ¿no? Decile vos.

–Yo ya intenté explicarle de muchas maneras, pero no quiere oír. Le dije que vamos a estar mejor, que la casa nueva es más linda, con un patio ­grande, y que él va a tener su propio dormitorio. Ya tiene 9 años y no va a tener que compartir la pieza con el hermano. Le dije que va a ser mejor para todos, pero ¿qué más puedo ­hacer? Si hace días que está enojado y no quiere hablar.

–Llevémoslo a una psicó­loga.

–No, Gordo, no creo que sea para tanto. Además, me dijo una amiga que ellos pasaron lo mismo con su hija. Cuando estuvieron instalados, se puso contenta de nuevo.

–¡Ya sé que están hablando de mí! Los escucho desde la cocina. Y no es como ustedes dicen, no estoy triste. Es que no sé qué va a pasar con mi vida cuando nos mudemos. Creo que por lo menos me podrían consultar. Porque esa idea de mudarse es sólo de ustedes, que piensan que mudarse es mejor, que hay que "progresar", que "no se puede vivir siempre en el mismo lugar".

–Pero, Juan, no te pongas así... Vení, contános qué te preocupa.

–¿Quieren saber en serio?

–Claro, Juan.

–Por ejemplo: ¿quién va a dormir en nuestra pieza cuando nosotros no estemos?

–... No sabemos, Juan. Si la casa se vende, serán otras personas, otros chicos.

–¿Y ellos van a cuidarla?

–Y... ellos harán su propia historia.

–¿Y mi cama, por qué la tengo que dejar?

–Porque pensamos que ya es viejita y podrías tener una nueva.

–¿Y cómo se duerme en una cama nueva? ¿Y si tengo pesadillas? Yo ya estoy acostumbrado a esta.

–Juan, esta mudanza es para que estemos más cómodos. Ya sos grande para entenderlo.

–¡Son muchos cambios, ma! ¿Qué van a hacer con las fotos del comedor? ¿Con la de la ­abuela?

–La vamos a colgar en el nuevo comedor, por supuesto. Eso no va a cambiar.

–Ah, bueno. No se olviden. ¿Y con mis amigos de la cuadra, qué hago?

–Los venís a visitar cuando quieras.

–¡Pero no es lo mismo, ma, eso es abandonarlos! ¡En la cuadra de la casa nueva no me conoce nadie! Los nuevos no saben las cosas que les conté a mis amigos. Cosas íntimas.

–Juan, vas a tener montones de amigos.

–Ustedes no entienden nada...

–Sos chico, todavía...

–¿Soy chico o soy grande? Y otra cosa, ¿qué vamos a hacer con la casita del árbol, que construyó papá? Todas las tardes jugamos ahí...

–Eso no podemos llevarnos, Juan. Papá podría construir otra...

–No es lo mismo. Los recuerdos de adentro no se pueden mudar. Mamá, ¿es cierto que vas a regalar la ropa que no usamos?

–Sí, Juan, eso pensamos. A otros chicos les puede servir esa ropa.

–¿Ven? ¡Todo eso es lo que me enoja! Resulta que por una mudanza me entero que ya no soy chico pero tampoco grande, y que con 9 años tengo cosas viejas de las que me tengo que olvidar.

–Juanito, no es obligación.

–Claro, ¿y las plantas del ­jardín?

–Juan, hijito, las plantas no se pueden mudar.

–¿Tampoco el árbol de mandarinas?

–Tampoco. Si lo sacamos, se muere.

–Papá! ¡No podemos irnos a otra casa sin el árbol que plantó el abuelo! Todo esto está muy mal. Hablemos de nuevo. Mi maestra dice que los chicos necesitamos pensar que algunas cosas son para siempre. ¿Hace falta que nos mudemos? Y, díganme la verdad, ¿para qué queremos vivir en una casa donde las manos no tengan olor a mandarinas?