No fue la Iglesia católica la que denunció el “genocidio cultural” que se llevó a cabo en Canadá entre la segunda mitad del siglo XIX y la segunda mitad del siglo 20.
En la década de 1970, el entonces primer ministro Pierre Trudeau comenzó a clausurar el proceso de culturización forzosa impulsado por el Estado canadiense y ejecutado con la protagónica colaboración de la Iglesia.
Aquel líder liberal propició las investigaciones que empezaron a revelar las atrocidades ocurridas durante un siglo. Se fueron conociendo casos espeluznantes, como el del internado católico de Mount Cashel, en la isla de Terranova. En 1975, las investigaciones empezaron a probar y a documentar la violencia física aplicada con brutalidad, así como las habituales agresiones sexuales que sufrían los niños indígenas por parte de los sacerdotes que estaban a cargo de ese establecimiento residencial de asimilación.
Hubo casos aún más graves. En la Columbia Británica, la Kamloops Indian Residential School fue el más grande de los 139 establecimientos de asimilación establecidos a fines del siglo XIX. Allí se encontraron 215 cadáveres de niños en una fosa común. A ese internado lo había gestionado la Iglesia católica hasta que el Estado de Ottawa le quitó en 1969 la gestión, precisamente por el trato cruel y criminal que se aplicaba a los niños.
Política de Estado
Si bien la Iglesia tenía una larga experiencia en culturización forzosa, sobre todo por lo ocurrido en América latina desde la conquista hasta el período colonial, el proceso que fue definido como “genocidio cultural” fue impulsado a mediados del siglo XIX por el Estado canadiense.
En 1883, el entonces primer ministro John McDonald defendió la continuidad y la ampliación del proceso, explicando al Parlamento que si “la escuela está en la reserva, el niño vive con sus padres, que son salvajes (…) y aunque puede aprender a leer y a escribir, sus hábitos (…) y modo de pensar siguen siendo indígenas”. Por tal razón, para aquel jefe de gobierno era “necesario retirarlos lo más lejos posible de la influencia de sus padres y comunidades tribales (…) colocándolos en centros de educación donde puedan adquirir los hábitos y el modo de pensar del hombre blanco”.
En 1920, el ministro de Asuntos Indígenas, Duncan Campbell Scott, ratificó esa política y afirmó que “el objetivo es continuar hasta que no quede un solo indio en Canadá que no haya sido asimilado”. Para alcanzar ese objetivo, el Estado canadiense eliminó los gobiernos aborígenes, anuló tratados acordados previamente entre gobiernos nacionales y de las comunidades británica y francesa con autoridades indígenas, además de crear el sistema apuntado a hacer desaparecer la identidad cultural de los pueblos originarios, mediante la asimilación forzosa que se ejecutó a través de las escuelas residenciales religiosas.
En ese punto apareció el aporte de la Iglesia católica, que añadió los abusos sexuales y los malos tratos físicos que constituían un modus operandi de la estructura eclesiástica en todos los rincones del planeta.
En el proceso destinado a eliminar las culturas de las llamadas “Primeras Naciones”, también participaron instituciones anglicanas, pero en los internados manejados por sacerdotes católicos al crimen de la asimilación de indígenas a la cultura del “hombre blanco” la Iglesia católica le añadió ese inconfesable rasgo propio que son los abusos sexuales y los malos tratos físicos.
Incompleto y difuso
El actual primer ministro canadiense, Justin Trudeau, hijo del jefe de Gobierno que seis décadas atrás inició la develación y la denuncia del genocidio cultural, relanzó la política de su padre hacia las Primeras Naciones, pidiendo disculpas públicas por el plan de eliminación de las culturas originarias y promoviendo políticas favorables a la diversidad étnica y cultural canadiense.
Trudeau llevaba años presionando al Vaticano para que sumara el pedido de perdón que también la Iglesia les debía a los indígenas canadienses. El papa Francisco dio un paso en ese sentido al realizar esta “peregrinación penitencial”. Pero tanto Justin Trudeau como la gobernadora general del país, Mary Simon, al recibirlo en la Fortaleza Citadelle, de Quebec, le dejaron claro que consideraban al perdón del pontífice incompleto y difuso.
El genocidio cultural implicó la separación de sus familias de unos 150 mil niños indígenas, mientras que las aberrantes prácticas en los internados católicos cobraron decenas de miles de víctimas, de las cuales al menos cuatro mil murieron por esas prácticas.
Para las autoridades canadienses, Francisco sólo pidió perdón por la participación de la Iglesia en el proceso de culturización forzosa, pero no se disculpó por las violaciones y por otros abusos sexuales que los sacerdotes cometían de manera sistemática, igual que los malos tratos físicos y asesinatos contra los niños indígenas que la Iglesia tenía en sus internados.