Las lágrimas de bronca de Juan cuando fracasamos en el primer intento. Las lágrimas de emoción de los dos cuando lo logramos, cuando mi resistencia ya se había quebrado hacía rato.
Mi amigo Juan Gómez se había entusiasmado con esa idea de trepar en bici las cuestas más emblemáticas de la Argentina. Con diferencia de edad, de entrenamiento y de destreza ciclística, me fui enganchando en esos desafíos, hasta que subió la apuesta al límite: “Tenemos que hacer el Abra del Acay, el Aconcagua de los ciclistas”.
Son 4.900 metros de altura. El punto más alto de la ruta 40; el segundo paso carretero más elevado del mundo; el lugar más arriba de la Argentina al que se puede llegar en bici.
Y pensar que me costaba (y sigue costando) subir a nuestro Pan de Azúcar, lo más clásico para los pedaleadores cordobeses, que está a poco más de 1.000 metros de altura.
Para la bici, es importante que te respondan las piernas, que tengas estado para que te entre el aire, que tu cuerpo más o menos te acompañe… Pero lo más importante es que tu cabeza y tu alma te lleven a destino. Sin estado, no hay ninguna condición física que alcance.
Y allá fuimos la primera vez. A buscar en un recorrido en etapas subir al Aconcagua de los ciclistas. A dejar el alma en las alturas salteñas.
Arrancamos pedaleando del pie de la Cuesta del Obispo hacia la Piedra del Molino, la recta del Tintín, Payogasta y de ahí hasta La Poma, la de Eulogia Tapia, la pomeña más famosa del mundo. Noche y salida al alba, con la advertencia previa de los lugareños de tener cuidado con el río, que venía crecido por los deshielos.
Y así fue, a los pocos kilómetros, el Calchaquí fue una barrera infranqueable y tuvimos que volver con toda la carga y la frustración.
El segundo es el bueno
El segundo intento fue a los pocos meses desde La Poma. Todavía me resuena el silencio en el que comimos los tallarines caseros la noche anterior. Silencio que honraba todas las dudas que teníamos de subir a ese tan complicado Abra del Acay, donde hasta quienes van en auto les cuesta llegar y respirar.
Otra vez la pedaleada al alba. Con las montañas que se iban transformando en colores a medida que salía el sol. El viejo pueblo de La Poma destruido por el terremoto, los cultivos en pequeñas parcelas, las cabras, los ranchitos de los lugareños y una subida sostenida pero bien llevable.
El río esta vez era una invitación a seguir y a refrescarse un poco. Las piedras cargadas de minerales, la vegetación que empezaba a desaparecer, las casas que ya habían desaparecido. La soledad se podía tocar.
Hasta que una cabra atada fue la señal de presencia humana. Un ranchito con unas artesanías que sacaban y exhibían cada vez que pasaban otros seres humanos. Algunos días, una sola vez; otros, ni eso.
Para cuando me pregunten cuál fue el lugar más singular en que compré un regalo, creo que voy a morir diciendo que fue ese: cerca de la mitad del camino entre La Poma y el Abra del Acay, en la inconmensurable soledad de los 3.900 metros de altura.
A partir de ahí, todo empezó a ser más lento. Lentísimo. Había dos tipos de mojones. Uno de los kilómetros, en blanco y negro; otro de la fibra óptica, en celeste y blanco.
Pasaba un tiempo que se parecía bastante a la eternidad por cada marca de kilómetro de la mítica 40. Cada kilómetro era como una salida completa de un día en bici.
En un descanso, Juan me pregunta de qué color eran los mojoncitos de la fibra óptica. “Celestes”, respondí, cuidando el oxígeno que hacía rato escaseaba. Entre el mentón y el dedo, me señaló un punto celeste en una altura imposible de dimensionar para un cuerpo exhausto.
Todo se hizo más lento aún. La sangre no irrigaba ni los músculos ni el cerebro, y el adormecimiento empezó a apoderarse. Mascar coca y tomar mucha agua de a sorbos ya no alcanzaba.
“Cuando vea una sombra, me tiro a hacer una siesta”, pensé o le dije a mi compañero. “¿En dónde vas a encontrar una sombra en medio de tanta piedra?”, me dijo o creo que me dijo.
Así fue que me bajé por enésima vez de la bici, reforcé el protector, puse el casco como almohada, me tapé toda la cara con el cuellito cubreboca y dormí con un sueño profundo.
Una eternidad de 10 kilómetros
Algo de ritmo logro agarrar después de la siesta, pero dura poco. Todavía faltan 10 kilómetros y un ascenso de 900 metros. Por primera vez, mi cabeza y mi alma me notifican que es posible que no llegue. Que ya mi cuerpo ha llegado al límite.
El camino se vuelve sinuoso y el viento cobra protagonismo. El tramo contra el viento caminando y el tramo a favor pedaleando, en una especie de caracol eterno.
Y muchas paradas. En una, aparece un zorrito. Observa, se acerca, se aleja, hasta que me relajo y se aproxima a sacar la última barrita de cereal en el bolsillo de la remera. “Es lo último que me queda”, le digo, y siento que soy el Principito hablando con el zorro en medio de la nada.
Hace ya largo rato que no miro el reloj, pero el sol marca que ha pasado el mediodía. A las 6 ya estábamos pedaleando, recuerdo, mientras me pregunto a qué hora vamos a llegar. “Vas a llegar cuando llegues”, dice Juan. Me parece que hace siglos que no escucho una voz humana.
No estoy apunado. No estoy cansado. Directamente, no estoy.
Vuelvo a mirar los kilómetros en el relojito de la bici y deberían faltar dos. Pero ya no confío en ningún cálculo.
Una curva y otra más, y la sensación de que hasta acá llegué. Y de repente, Juan —que va unos metros adelante— grita: “Es acá”.
Y este cuerpo exhausto y entregado se para sobre los pedales y arranca como si recién empezara a pedalear un sábado a la mañana.
300 metros a todo ritmo para ver el cartel y decir “es ahí”.
Es ahí. A 4.900 metros de altura. Ahí, donde soñamos que íbamos a llegar pedaleando. Ahí, donde el viento te envuelve, donde casi no sentís el cuerpo.
No hay foto ni video que guarde aquel largo abrazo lleno de lágrimas de emoción al lado del cartelito de madera “Abra del Acay”. El registro más importante nos quedó en el alma. La que nos llevó a pedalear al Aconcagua de los ciclistas.