La vida actual —la cotidiana, la de todos— se estructura en períodos reconocibles.
El día, la semana, los meses y hasta las estaciones del año son referencias sobre las que moldeamos hábitos y costumbres.
Hasta los más pequeños identifican el ciclo día/noche; la transición de la luz a la oscuridad que se repite cada 24 horas.
La noción de “semana”, en cambio, se aprende después, cuando la escuela separa días de clases y el finde.
En el relato bíblico de la Creación, se lee: “En el séptimo día, Dios terminó la obra que había hecho y descansó”. Primera definición de semana a partir de la pausa.
Luego, diferentes cambios históricos fueron consolidando el concepto.
Un decreto del emperador romano Constantino, del año 321, es reconocido como primera proclama del descanso dominical obligatorio para los trabajadores, tanto cristianos como paganos.
Durante el siglo XIX, el descanso semanal se extendió como producto de luchas populares contra las agotadoras jornadas de trabajo originadas no sólo en la Revolución Industrial sino en la persistencia de prácticas esclavistas.
Múltiples factores contribuyeron a consolidar la noción de “semana”. En la actualidad, el conocimiento científico invita a repensar la definición. Por ejemplo, la cronobiología, ciencia que aborda las múltiples interrelaciones entre períodos de distinta duración e indicadores fisiológicos.
La evidencia se centra en dos períodos fundamentales: el ciclo circadiano (circa, “alrededor”, y diem, “día”) y el ciclo circaseptano (septem, “siete”).
El primero condiciona variaciones en la temperatura corporal, la tensión arterial, la activación motriz, la inducción del sueño, la alimentación y hasta respuestas de protección y huida.
El ciclo circaseptano, en tanto, influye en el metabolismo basal, la presión arterial, el humor y los patrones de sueño, con una secuencia predecible de siete días.
Esto fue comprobado en diferentes seres vivos, desde unicelulares hasta mamíferos, lo que ensanchó los límites del concepto “semana” como un producto cultural para incluir condicionantes biológicos, fundamentales para la pervivencia de la especie.
En tal sentido, el descanso semanal es considerado una necesidad impostergable para la reparación de células de todos los tejidos corporales; en particular, de neuronas.
Se trata de la denominada “poda neuronal”, proceso descrito por primera vez a finales del siglo XIX por varios científicos —entre ellos Santiago Ramón y Cajal, considerado el padre de la neurociencia—, quienes comprobaron que las conexiones neuronales se reconfiguran periódicamente como parte del desarrollo natural de nuestro cerebro.
Es durante el sueño nocturno y durante la pausa semanal cuando las neuronas no utilizadas o caducas se atrofian y desaparecen, así como se fortalecen las conexiones más afianzadas.
En niños, este rediseño adquiere una trascendencia superior, ya que ocurre en etapas de maduración del cerebro, lo que condiciona su principal consecuencia: la capacidad de aprender.
Una poda esencial ocurre durante la pubertad, impulsada por las hormonas sexuales. La renovación de casi el 50% de las conexiones neuronales explica los cambios profundos que experimentan niñas y niños a partir de esa edad.
Pero las podas no están determinadas por la genética: su eficacia depende de manera principal de las pausas, tanto la circadiana como la circaseptana.
Esto significa que sin sueño diario de calidad ni descanso semanal, el crecimiento cerebral —los aprendizaje— podrían verse afectados.
Comienza el intervalo escolar anual. Se interrumpe la asistencia a clases y, con ello, algunos aprendizajes.
¿Es posible pensar que durante las vacaciones haya genuinas pausas (que faciliten podas) para sostener el aprendizaje que no debería cesar?
Aprender a convivir.
Médico
























