“Por favor, no llores más…”, susurró el papá al borde del llanto. “Mamá está agotada; yo también. Ningún tratamiento ayuda... No sabemos qué hacer… Por favor, no llores más…”.
Migue, con apenas 1 año y medio, era por entonces un hermoso niño que había gruñido, gritado y sollozado desde el mismo nacimiento sin que nadie descubriera la causa.
Los abuelos insistían en que el padre (y la madre) habían sido así. El pediatra aseguraba que crecía bien. Pero aquello no alcanzaba, ya que aquel vínculo se parecía en nada a lo que habían soñado.
Esa noche el padre volvió a su dormitorio, convencido de la inutilidad del ruego.
Sin embargo, desde entonces, Migue dejó de llorar.
Sus padres quedaron desconcertados. ¿Cambiaría el llanto por otros modos? Su paternidad primeriza estaba lastimada; dudaban de todo.
Los días pasaron, y Migue mantuvo firme su misterioso silencio.
Ellos aprovecharon entonces para comer tranquilos (por primera vez); para acomodar estantes; para mirarse al espejo y para encontrarse, algo olvidado desde el nacimiento del deseado, buscado y amado hijo.
Migue no lloraba, pero tampoco hablaba. No pronunciaba mamá, papá; tampoco agua ni coca. Ninguna palabra.
Asistir a un maternal podría estimularlo, pensaron.
En la segunda semana, y ya adaptado, un compañero le mordió la mano. Un gesto de reconocimiento esperable a esa edad.
Según las maestras, Migue no se inmutó. Miraba las marcas redondeadas como si no estuvieran en su cuerpo.
El médico de la guardia confirmó que la herida era profunda. Hasta la enfermera comentó la pasividad del niño. “¿Siempre es así?”, preguntó.
El padre asintió, abatido por volver a admitir que su hijo era “el que no lloraba”.
Cerca de cumplir los 3 años, Migue sufrió otro accidente. Cayó al suelo y estrelló la cabeza contra el cemento (cuando los cumpleaños de niños pequeños incluyen cama elástica, ese riesgo aumenta). “Ruido a madera que se quiebra”, dijo la animadora.
El mismo médico en la misma guardia y con radiografía en mano, los tranquilizó. Había sido un golpazo sin consecuencias. Pero Migue tampoco había llorado, quejado o insultado. Nada de nada.
Fue momento de consultar a neurólogos. “Umbral alto”, dijo uno con convicción. “Está dentro de lo normal”, dijo otro. “No es autista”, tranquilizó el tercero. “Tampoco sordo”, aseguraron los técnicos a cargo de los estudios.
La primera fonoaudióloga no logró avances; la segunda, tampoco. Todos aquellos genuinos esfuerzos no conseguían que el niño, bello y obediente, emitiera algún sonido. Ni cuando dormía.
Rendidos a que lo ortodoxo no resultara, los padres decidieron recurrir a la magia.
Recordaban con nitidez aquel momento en el que habían suplicado que dejara de llorar y había funcionado. Probarían con lo opuesto.
“Por favor, Migue, queremos que hables”, dijeron juntos. “Estamos agotados. Ningún tratamiento funciona... No sabemos qué hacer… Por favor, ¿podés decir alguna palabra?”.
El niño los miró atento, sin siquiera parpadear. Era tarde, y todos buscaron dormir.
Al día siguiente, y mientras preparaba el desayuno, la madre propuso sin pensar: “¿Vamos al Jardín?”.
“Vamos”, dijo Migue, como si tal cosa.
Liberado del primer mandato y obediente al nuevo, Migue comenzaba otra etapa.
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Esta ficción expone cómo reaccionan algunos chicos y chicas sensibles frente a expresiones, gestos o pedidos de sus mayores en momentos fundantes.
Durante la primera infancia, textuales y obedientes a la autoridad, suelen asumir conductas extremas, aun cuando sobrepasen los límites de la supuesta normalidad.
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