Hace unos días, un amigo –un memorioso de la historia contemporánea italiana– me recordó el proceso que transformó la Justicia de ese país en los años 1980: el maxiproceso de Palermo. Aquella experiencia, que enfrentó al crimen organizado con el Estado de derecho, sigue siendo uno de los ejemplos más notables de eficacia judicial y liderazgo institucional en tiempos de crisis.
En medio de una Italia sitiada por la Cosa Nostra, cuando el poder mafioso había infiltrado la política, la economía y los tribunales, un grupo de jueces y de fiscales encabezado por Giovanni Falcone y Paolo Borsellino decidió actuar.
No esperaron reformas ni recursos especiales: aplicaron las leyes existentes con una convicción que cambió el curso de la historia. En apenas dos años de instrucción, coordinaron investigaciones patrimoniales y financieras de una magnitud inédita, llevaron al banquillo a más de cuatrocientos miembros de la mafia y obtuvieron condenas firmes.
Fue el juicio más grande de la historia italiana y uno de los más eficaces de Europa.
Falcone y Borsellino pagaron con su vida ese compromiso. Ambos fueron asesinados por las mismas estructuras que habían desafiado. Pero su legado trascendió la tragedia: demostraron que, incluso en contextos adversos, cuando el sistema judicial asume liderazgo y decisión, puede transformar la impotencia colectiva en justicia efectiva.
Contraste marcado
Esa lección contrasta con nuestra realidad actual. A casi una década del inicio de los principales juicios por corrupción en la Argentina, los procesos siguen demorados, las audiencias se celebran con intermitencia y las sentencias parecen siempre lejanas.
Los casos que deberían marcar un punto de inflexión corren el riesgo de transformarse en una decepción histórica.
La lentitud judicial no es una fatalidad ni una cuestión técnica: es un problema de conducción. No de la política partidaria –aunque también–, sino de quienes hoy tienen poder de decisión dentro del propio Poder Judicial.
Son los jueces, los camaristas, los presidentes de tribunales, los miembros del Consejo de la Magistratura y los ministros de la Corte Suprema quienes pueden revertir esta parálisis. La inercia no es neutral: también es una forma de decisión.
En cualquier país que se respete, un juicio oral de alta trascendencia se desarrolla de modo presencial, continuo y priorizado.
En la Argentina, en cambio, se considera natural que las audiencias sean esporádicas, que se suspendan por semanas o que el calendario judicial se subordine a cuestiones formales antes que a la urgencia institucional.
Una sociedad no puede esperar años para conocer una sentencia. Una causa emblemática no puede transformarse en un trámite eterno.
Superar esta situación no exige grandes reformas ni presupuestos extraordinarios. Exige liderazgo y voluntad.
El problema no está en las leyes ni en la falta de tecnología: está en la falta de decisión para organizar, coordinar y ejecutar con continuidad. Basta con establecer prioridades, cubrir vacantes, garantizar la presencia de los jueces y exigir resultados concretos.
Sumado a lo expuesto, y siendo responsabilidad de los otros dos poderes del Estado, la enorme cantidad de vacantes judiciales es una muestra palpable del deterioro estructural.
Los tribunales incompletos multiplican la carga de trabajo, ralentizan las causas y desnaturalizan el principio de celeridad. Pero más grave aún es la falta de conducción institucional: cuando nadie asume el timón, la lentitud se institucionaliza.
El desafío argentino
La historia demuestra que los cambios reales en la Justicia no surgen de los textos legales, sino de las personas que se atreven a aplicarlos con coraje y coherencia.
Falcone y Borsellino no esperaron una ley nueva ni un decreto de excepción: simplemente trabajaron todos los días, con método, profesionalismo y compromiso moral.
En la Argentina, el desafío es similar: pasar de la retórica de la independencia judicial a la práctica de la responsabilidad institucional.
El liderazgo judicial no se mide por jerarquías formales, sino por la capacidad de organizar el trabajo, inspirar equipos y sostener la continuidad de los procesos.
Cada juez que preside un tribunal, cada camarista que define un ritmo de audiencias, cada consejero que nombra o demora designaciones, ejerce poder político en el sentido más profundo: el de administrar el tiempo de la justicia. Y en la justicia, el tiempo es el límite entre la verdad y el olvido.
Por eso, hablar de reforma judicial sin hablar de conducción es hablar de nada. No se trata de modificar los códigos, sino de hacerlos funcionar.
No se trata de proclamar independencia, sino de ejercerla con eficacia. Los países que progresan son aquellos en los que el Poder Judicial actúa como un verdadero servicio público, no como una estructura de autopreservación.
La Justicia que no resuelve a tiempo termina por degradar el sentido del derecho. Cada año que pasa sin una sentencia en los casos más relevantes debilita la credibilidad del sistema y multiplica el escepticismo ciudadano. Cuando el juicio se interrumpe o se dilata, el mensaje es inequívoco: el poder se protege a sí mismo.
Italia demostró que, incluso frente a la amenaza mafiosa, un grupo de jueces comprometidos puede cambiar el rumbo de un país.
La Argentina, con todos sus recursos, su historia y su talento judicial, debería ser capaz de algo parecido. No hacen falta héroes, sino conducción. No hacen falta mártires, sino jueces y autoridades dispuestas a ejercer el poder que la Constitución ya les confiere.
Porque la justicia que se posterga no es solo ineficiente: es una forma de renuncia. Y un país que renuncia a hacer justicia a tiempo, termina renunciando también a su propia dignidad institucional.
Abogado; presidente de Fores (Foro de Estudios sobre la Administración de Justicia)


























