A fines de 2024, la Corte Suprema de Justicia de la Nación dictó los fallos Levinas y Socma, en los que estableció que las sentencias de las cámaras de apelaciones de la Justicia nacional de la ciudad de Buenos Aires deben ser recurridas ante el Tribunal Superior de esa ciudad y no directamente ante la Corte mediante el recurso extraordinario federal.
Sin embargo, recientemente, la Cámara Nacional Civil de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Caba) emitió un fallo plenario –es decir, una decisión adoptada con la intervención de todas sus salas para unificar jurisprudencia–, por el cual desconoce esa directriz de la Corte.
Más allá de quién tenga razón, el asunto es grave porque sienta un precedente peligroso: lo resuelto en el plenario no es otra cosa que la resistencia abierta de un tribunal inferior a la interpretación de la Corte Suprema en una cuestión de su competencia.
Esto no sólo desafía el principio de supremacía del máximo tribunal, sino que también compromete la coherencia y la estabilidad del sistema judicial. Peor aún, envía un mensaje alarmante a la ciudadanía: si los jueces pueden desobedecer a la Corte Suprema, ¿con qué autoridad se exige a los ciudadanos que acaten los fallos judiciales?
El recurso extraordinario federal
La Corte Suprema es el máximo tribunal del país e integra el gobierno de la Nación. Salvo en causas de su competencia originaria, expresamente establecidas en la Constitución Nacional, a sus estrados se accede a través del recurso extraordinario federal, regulado por la ley 48, una de las más antiguas vigentes en el país.
Originalmente, este recurso no se diseñó para corregir fallos injustos, sino para asegurar el funcionamiento del sistema federal. La Constitución otorga al Congreso el poder de dictar leyes de fondo, mientras que las provincias tienen la potestad de aplicarlas.
Como cualquier juez provincial puede interpretar la Constitución Nacional y, eventualmente, declarar la inconstitucionalidad de una norma federal, el recurso extraordinario impide que una provincia desarticule el orden legal nacional. Su propósito es político: evitar la fragmentación del sistema, asegurando que la Corte tenga la última palabra.
La ley establece que el recurso procede contra los pronunciamientos del “tribunal superior de la causa”. En la década de 1980, en los casos Strada y Di Mascio, la Corte estableció que este tribunal es el máximo órgano judicial de cada provincia. Así, una causa iniciada en los tribunales ordinarios de Córdoba debe agotarse en esta provincia antes de llegar a la Corte Suprema siempre que exista una cuestión federal en juego.
El trasfondo del conflicto
En Argentina coexisten dos órdenes de gobierno: el federal y el provincial. En función de esta división, la administración de justicia también es dual. Los asuntos ordinarios (civiles, penales, laborales) son competencia de los poderes judiciales provinciales, mientras que la jurisdicción federal interviene cuando hay un interés nacional comprometido.
Hasta la reforma constitucional de 1994, la ciudad de Buenos Aires era un territorio federal bajo la administración directa del presidente de la Nación, quien designaba a su intendente. En consecuencia, la Justicia en la Capital debía ser federal. Sin embargo, desde siempre funcionaron dos sistemas: uno federal y otro nacional para asuntos ordinarios. Se trataba de una anomalía, como tantas en el país, pero que la práctica institucional impuso.
Con la autonomía otorgada en 1994, Caba adquirió un estatus equiparable al de una provincia, lo que implica que la Justicia nacional ya no tiene razón de ser y debe ser transferida a la órbita porteña. En ese contexto, la Corte sostuvo que las causas de la Justicia nacional deben ser revisadas por el Tribunal Superior de Caba, en lugar de recurrirse directamente al máximo tribunal del país. En otros términos, la Justicia nacional desaparece como tal y se transforma en local de Caba.
Los jueces nacionales juzgan que este traspaso los degrada y advierten que el fallo de la Corte, desde que les pone como superior al Tribunal Superior de Caba, es una amenaza al statu quo. En respuesta, se han rebelado con diversos argumentos que tratan de encubrir el verdadero motivo: no quieren ir a menos. En este contexto, las razones son secundarias. Lo esencial por destacar es el esfuerzo del plenario de la Cámara por demostrar que los fallos del máximo tribunal no son obligatorios y que los magistrados pueden apartarse de ellos cuando los consideran erróneos o contrarios a la Constitución.
Pero aquí radica el verdadero problema: ¿quién tiene la potestad de determinar el acierto o el error? Si cada tribunal pudiera desafiar al máximo órgano judicial según su propio criterio, el sistema colapsaría en un caos de interpretaciones fragmentadas.
La doctrina del stare decisis –el respeto por los precedentes– no rige en el país, pero la jurisprudencia de la Corte tiene un carácter vinculante en materia de interpretación constitucional y los tribunales inferiores no pueden apartarse de ella sin fundamentos sólidos y novedosos.
Si los jueces inferiores pueden desobedecer a la Corte Suprema, el principio de autoridad judicial queda en entredicho. Sin una Corte Suprema con autoridad final para dar la última palabra, la Justicia se convierte en un campo de batalla donde cada juez impone su propia visión, lo que erosiona la previsibilidad del sistema y la confianza de la sociedad en el poder competente para resolver sus conflictos.
* Abogado