Cuando en 1996 Carl Bernstein y Marco Politi escribieron la biografía de Karol Wojtyla no imaginaban que en esa vasta descripción del tiempo histórico que protagonizó Juan Pablo II iban a deslizar involuntariamente un párrafo que anticipó la era posterior al papa polaco.
Bernstein escribía desde el prestigio que supo ganarse como uno de los dos periodistas del caso Watergate; Politi era el periodista italiano más experimentado en escudriñar los sinuosos secretos del Vaticano. Juntos pintaron en aquella biografía un fresco intenso y florentino, de los tiempos que aceleró Wojtyla: los del colapso del comunismo.
Pero, más por azar que por intuición, Bernstein y Politi también insinuaron la clave de lo que vendría con Joseph Ratzinger, el papa alemán que sucedió al polaco. Al delinear sus posiciones en el cónclave de 1978 que eligió a Wojtyla, escribieron que durante el Concilio Vaticano II, Ratzinger se había opuesto a los tradicionalistas y promovía la renovación de la Iglesia. “Sin embargo, en los setenta se había asustado con el terremoto posconciliar. Le preocupaba que la Iglesia se volviera demasiado izquierdista, que se metiera demasiado en asuntos políticos y sociales, que fuera demasiado sensible a las fuerzas seculares desatadas en Europa en 1968″.
El tiempo histórico que le tocó protagonizar a Ratzinger, el papa Benedicto XVI, fue el de la expansión global del consenso liberal-democrático que sobrevino a la gangrena de la última utopía colectivista. ¿Cuál fue el tiempo histórico que le tocó al papa elegido para sucederlo?
Cuando en marzo de 2013 el camarlengo se asomó al balcón para anunciar la designación de Jorge Bergoglio, hubo una alegoría repetida: Francisco, era el papa que venía del fin del mundo. Para internarse en los tiempos que protagonizó el papa Bergoglio, acaso convenga refrescar esa metáfora. En el punto más lejano del fin del mundo se encuentra un estrecho donde chocan sus aguas dos océanos: es el pasaje de Drake, temido por los navegantes. Son las aguas más borrascosas del planeta.
Francisco quedó a cargo de la barca cuando estaba avanzada la gestación de un tiempo histórico que no ha concluido: el choque oceánico y tempestuoso entre versiones diferentes del populismo. Los años del predominio casi hegemónico del consenso liberal estaban comenzando a revelar fisuras. Bergoglio las conocía: llegó a Roma desde una región donde el populismo tenía una tradición vasta. Él mismo se formó en una corriente teológica que contorsionó las ideas del Concilio Vaticano II para legitimarla.
Había crecido en Latinoamérica una vertiente política que intentaba recrear algunos mitos residuales de la utopía socialista, pero bajo la forma histórica del distribucionismo populista. Casi como un signo de los tiempos, Bergoglio asumió a días de la muerte de Hugo Chávez y quedó obligado a vigilar el destino que adoptaría el populismo de la revolución bolivariana.
Pero la creciente objeción al consenso liberal también había comenzado a calar en Europa. Los nuevos indignados, se inspiraban en académicos como Ernesto Laclau, que proponían al populismo como la novedad ideológica de la época y ofrecían alojamiento a los desahuciados del socialismo real.
Subido a esa ola, la del populismo con discurso progresista, Bergoglio parecía navegar con comodidad. Poco después, la Europa unida sufrió un sacudón con la deserción del Reino Unido. El sismo tuvo una réplica inmediata con el triunfo de Donald Trump en Norteamérica. Sobre las mismas bendiciones europeas al populismo de izquierda, se montó una reacción tempestuosa: el nuevo populismo de derecha. En el margen oriental de Europa, la Rusia caída se acomodó a la novedad.
El papado de Bergoglio quedó atrapado entre dos océanos. Intentó condenar todo lo excesivo y avasallante del nuevo populismo reaccionario. Pero pesaban en su espalda los pobres antecedentes de su tolerancia indebida a los regímenes populistas de izquierda. Para peor, el mundo había avanzado hacia una globalización veloz y desde los costados observaban y actuaban la nueva y poderosa China y el islamismo armado hasta los dientes.
“Todos los papas, no importa su procedencia, terminan convirtiéndose en romanos. A lo largo de los siglos, los romanos han elogiado a sus papas y se han burlado de ellos, los han amado y los han odiado. Los han exaltado en actitud de triunfo y han arrojado sus cadáveres al Tíber”, escribieron Bernstein y Politi. Pero para el final de su biografía eligieron una imagen de Wojtyla en Roma que complementa esa opinión: la de sus últimos días, anciano y de rodillas, sosteniéndose la cabeza con las manos para orar. Un gesto de cansancio, de abandono y de confianza.
Bergoglio condujo en la tormenta hasta los 88 años. La tempestad de la era populista está lejos de haber concluido. Pero la condición humana tiene un límite. Le cabe a Francisco en su hora final una adaptación de la misma frase con la que concluye el libro de Bernstein y Politi.
En las sombras de la tarde, navegó en su procesión mística, como otros en su barca hacia el ocaso.