“Trabajas demasiado duro para cotizar en ningún otro lugar”. Con esa frase se publicita a sí misma la Bolsa de Nueva York, mundialmente conocida por el nombre de la calle en la que funciona: Wall Street. Javier Milei hará sonar mañana la campana de apertura de la jornada en ese espacio emblemático de los mercados globales.
Aunque el propósito institucional más importante del viaje de Milei a Nueva York sea su participación en la Asamblea de las Naciones Unidas, es probable que por su condición de economista disfrute más el instante del campanazo en Wall Street que el momento de su discurso en la ONU, pese a que la agenda del mayor foro global tenga como destacados tres temas en los que el Presidente resolvió intervenir con énfasis: la guerra en Ucrania, el conflicto en Oriente Medio y la dictadura en Venezuela.
Pero Wall Street significa algo distinto para Milei. Implica para él una coincidencia de carácter cultural, más raigal y permanente que los trastornos de la diplomacia. La Bolsa de Nueva York no sólo se presenta como sede del capitalismo en su máxima expresión, sino que promueve la creencia de que los mercados libres y justos ofrecen a cada individuo la oportunidad de beneficiarse del éxito.
Milei comparte esa creencia y en ocasiones la ha defendido con alusiones bíblicas. En Estados Unidos, esa religación no es nueva. Para entenderla, podría el lector curioso remontarse hasta la sociología de Max Weber y su tesis sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo. En la última década tuvo una actualización que conquistó el discurso de las nuevas expresiones de la derecha política: la teología de la prosperidad.
Jorge Bergoglio proviene de un pensamiento en las antípodas. Su teología preferida siempre fue la teología del pueblo, una variante de la teología de la liberación que disputó la escena religiosa latinoamericana hasta el papado de Juan Pablo II. Esa mirada acercó a Bergoglio a las posiciones políticas del peronismo. Ahí se mantuvo hasta hoy.
Esta diferencia de fondo con las creencias de Milei explica el campanazo que Bergoglio repicó en Roma antes de que Milei haga lo propio en el templo de Wall Street.
Con la presencia urticante para el gobierno argentino de Juan Grabois susurrando en sus oídos, el Papa fustigó la gestión Milei desde varios frentes: cuestionó la aplicación del protocolo antipiquetes; blanqueó a los dirigentes sociales objetados por gerenciar la pobreza; merodeó la justificación de las tomas de tierras; sembró dudas sobre la transparencia del gobierno; confrontó con la mirada histórica sobre la Generación del 80 y descalificó la economía basada en la minería extractiva.
Bergoglio protagonizó su más extensa intervención en asuntos políticos internos de Argentina (y de la región, ya que incluso con Venezuela fue más elusivo). Nunca lo había hecho de manera tan frontal y explícita, con ninguno de los gobiernos precedentes en nuestro país.
En realidad, no lo hizo con los gobiernos pero sí con los candidatos de la última elección. El 16 de octubre del año pasado, a seis días de la primera vuelta presidencial, Bergoglio le concedió una entrevista a la agencia oficial Télam. Lanzó una frase sin nombre pero claramente destinada a Milei: “Mesías hay un solo, los demás son payasos de mesianismo”. Milei lo había destratado en la campaña llamándolo “representante del maligno en la Tierra”.
Sordos ruidos
La ruptura que ahora promovió Bergoglio tiene dos vectores críticos para el Gobierno. Está el cuestionamiento al rumbo económico, que para el Papa es promotor de injusticia social, aunque haya bajado ostensiblemente la fiebre de la inflación. Y está también la objeción a otro flanco que para la Casa Rosada es un logro: la incipiente recuperación del espacio público que venía ocupado por la protesta social. Bergoglio les pegó a los dos factores de actuación oficial: de manera directa, al protocolo antipiquetes, e indirectamente a la desintermediación de los planes sociales.
Aunque la agenda de Bergoglio venía dando señales –reuniones con Axel Kicillof, con la CGT y una invitación formal a la ministra Sandra Pettovello–, el traductor oficial del campanazo en Roma fue Juan Grabois. Aunque aclaró que no hablaba en su condición de funcionario del Papa en el Dicasterio para el Desarrollo Humano, Grabois reforzó la embestida con un anuncio personal: será candidato el año que viene. Y advirtió que Bergoglio podría venir al país en el contexto del año electoral.
La decisión de Bergoglio de fogonear alternativas a Milei se produce en un contexto convulsivo en la oposición. Máximo Kirchner formalizó la fisura con Axel Kicillof. En un acto en La Plata, le dijo al gobernador bonaerense que no puede enojarse con Cristina, que lo eligió con su dedo. Dato para la psiquiatría política: en el mismo párrafo también dijo que él no se enoja por no haber sido elegido por el dedo de su madre.
Esta nueva trama con vértice en el Vaticano sorprende al Gobierno en un momento de vacilación. Por un lado, apuntó a polarizar con Cristina; por el otro, celebró con un asado muy criticado el hecho de haber conseguido un tercio parlamentario de bloqueo a cualquier amague destituyente, en medio de la fragmentación de las coaliciones políticas. ¿Polarizar o fragmentar? Es una duda central para el Gobierno.
Ricardo Roa, periodista de Clarín, sintetizó con maestría la escena institucional que subyace: “Con muy poco propio, Milei no puede sacar leyes, pero sobrevive usando el veto para impedir que le metan leyes”. Esa tensión volverá al Congreso y a las calles con el debate de los recursos para las universidades y con un conflicto que irrita como pocos la sensibilidad social: Aerolíneas Argentinas.
Quienes siguen la agenda del Vaticano recuerdan que el primer gesto de la escalada actual de Bergoglio fue enarbolar el reclamo sindical por la aerolínea de bandera.
Habrá pensado el Papa que su trabajo es lo suficientemente duro como para cotizarse en otro lugar.