No se llama Auctus, pero ese es el nombre ficticio que doy a la protagonista de mi historia. No quiero que cuando crezca y busque su nombre en un buscador mucho más inteligente que el que tenemos ahora recuerde parte de su pasado de esta forma.
Auctus es una niña de 4 años, aunque cuando la conocí tenía apenas 2. Por mucho tiempo de su corta vida vivió en un hogar de niños y niñas que fueron judicializados; es decir, que les sacaron la tenencia a sus padres por distintos motivos.
Un hogar que mi madre visita todas las semanas y donde nunca llegué a entrar, pero al que ella describe como ordenado y lleno de juguetes y ropa para quienes pasan meses o incluso años en aquella casona cerca del Centro de la ciudad de Córdoba.
Creo que estaba terminando la primavera cuando mi mamá tiró la idea: traer a nuestra casa a una niña del hogar del cual tanto nos hablaba en cada almuerzo.
Mi mamá es madre de cuatro. Yo soy el más chico, pero un día llegó Auctus. La primera vez sólo se quedó por una tarde. Llegó a un lugar que, a diferencia del hogar, no tenía las mismas reglas ni horarios estructurados. Y donde era ella el centro de atención.
Esa primera tarde fue un caos. El llanto opacó cada rincón de mi casa. Esas lágrimas gritaban. No sabíamos qué necesitaba. No era agua, comida, ni leche. No estaba cansada ni alterada. Había una necesidad en ella que no podíamos satisfacer.
“Tal vez no estaba cómoda en casa”, dijo mi papá. “Tal vez estaba aturdida de tantos cambios en tan sólo una tarde”, pensé yo. Mi mamá, por su lado, no se dio por vencida. Esa era la niña que, cuando ella llegaba los martes por la mañana, iba corriendo a abrazarla.
Días después, o tal vez semanas –mi memoria no me acompaña–, Auctus volvió a casa; esta vez para quedarse por toda la noche. Si bien hubo risas y la niña conoció cosas que creíamos nunca había visto antes (como Pepa Pig), de a momentos ese llanto volvía a rebotar por las paredes de mi casa. Era algo inexplicable. De a momentos se calmaba, pero no le encontrábamos solución.
A los días, la encargada del hogar le contó a mi mamá la historia de Auctus, la explicación de por qué esta nena gritaba por algo que no se le podía dar.
Volvamos para atrás: estos niños fueron judicializados. Es decir, sus padres ya no tienen permitido estar con ellos. El caso de Auctus no era una excepción: sus papás eran adictos. El llanto desamparado de la niña era la abstinencia de la droga que su madre consumió mientras la amamantó en sus primeros años de vida.
Sí, probablemente reaccionaste de la forma como yo lo hice en aquel momento. No podía llegar a comprender la historia que estaba escuchando; mi contexto es muy distinto a aquel en que ella nació. Pero el amor de una familia –en mi cabeza– debería superar cualquier adicción y conflicto. Ese choque de realidad fue un impacto en mi vida y en la de mi familia.
Yo cursaba el segundo año de la Licenciatura en Criminología cuando Auctus llegó. En la materia de Psicopatología, conocí la teoría del aprendizaje social.
Una propuesta del psicólogo Albert Bandura que dice que “las personas aprenden nuevas conductas a través de la observación, la imitación y el modelaje del comportamiento de otros”.
La profesora de la cátedra nos explicó algo así como que, principalmente, los niños eran una “esponja” en este nuevo mundo, donde absorbían toda la información que veían a su alrededor.
Auctus todavía era una esponja, pero su alrededor era un hogar lleno de niños que estaban en su misma situación; con diferentes circunstancias, pero en un mismo lugar. Sin embargo, mi casa no era así. Tal vez era uno de los pocos momentos en los que podía aprender e imitarnos.
De a poco, Auctus se fue llenando como una esponja. Su sonrisa se volvió parte de su vida diaria; ya se sentaba con nosotros en la mesa y respondía a “pi pi pi” cuando mi mamá le cantaba “vamos de paseo… en un auto feo”.
En diciembre se metió por primera vez en la pileta. En Año Nuevo se quedó con nosotros y con la familia del lado de mi papá.
En febrero fue ella quien me despertó por la mañana y quien cantaba “estrellita, dónde estás” por su cuenta. En marzo, en un asado con la familia de mi mamá, fue una más en la mesa. Ya comía por su cuenta, sin la ayuda de nadie.
En abril tocaba la guitarra con mi papá y jugaba con mis hermanas. Pero toda historia tiene su fin. En mayo llegó el momento en el que un familiar de ella apareció para tomar su custodia. El último día que mi mamá la vio le regaló un peluche de Pepa Pig y esa última selfi está grabada en mi memoria.
Por un tiempo, mamá mantuvo contacto con su familiar, quien mandó fotos de ella cuando empezaba el jardín de infantes.
No se llama Auctus, pero elegí ese nombre porque en latín significa crecimiento.

























