Vastas poblaciones de países occidentales sufren trastornos de salud relacionados con los dos extremos de la realidad alimentaria: por exceso o por carencia.
Las enfermedades principales (obesidad, diabetes y problemas cardiovasculares) están ligados, de manera directa o indirecta, a consumir más calorías de las que es posible quemar.
Es por eso que muchos se ven obligados a “domar” el apetito, a matarlo con sucedáneos sin calorías o con medicamentos, mientras que otros llenan el estómago con lo que encuentran. Entre estos últimos, y citando al sociólogo francés Claude Fischler, se “impone silencio al sufrimiento”.
Vale remontarse a la prehistoria para intuir una razón principal por la que el hombre perdió la capacidad de equilibrar su alimentación.
El homo sapiens vivía de la caza, la pesca y la recolección de frutos, semillas y raíces, y lo hizo durante más del 99% del tiempo transcurrido desde su aparición como especie.
Su rutina consistía en comer cada dos días (en tales momentos, devoraba todo lo hallado). En su recorrido de búsqueda de alimentos caminaba un promedio de 15 kilómetros diarios. ¿Cómo sobrevivía? Gracias a un gen “ahorrador de energía” que le permitía almacenar grasa corporal y así afrontar períodos con poca comida o sin ella.
La biología del ser humano no ha cambiado desde entonces. Lo que experimentó transformaciones absolutas fueron los hábitos de alimentación.
Una persona de sector social medio come hoy entre tres y seis veces al día, y sus desplazamientos (a pie) son claramente mínimos (excepto en prácticas deportivas). El desgaste es infinitamente menor.
Pero, intacto, el gen ahorrador de energía sigue vigente acumulando grasa. Es sencillo comprender en parte la génesis de la actual epidemia de obesidad.
Otro cambio fundamental ocurrió con el descubrimiento del azúcar. Aunque en la antigüedad se utilizaban sustancias dulces, fue durante el siglo XVI cuando se impulsó la comercialización masiva de caña de azúcar. Desde hace menos de 200 años, tal consumo se ha convertido en una de las principales causas de trastornos alimentarios.
La atracción por lo dulce es innata; el paladar lo prefiere.
Lo que hoy genera un consumo descomunal es el agregado de azúcar “invisible” en alimentos con proceso industrial. Son productos en apariencia salados pero que contienen altos valores de hidratos de carbono (el kétchup, por ejemplo, contiene 27% de azúcar, para balancear su acidez).
Pocas personas saben hoy lo que comen. Se ha quebrado la conexión entre la gente y sus alimentos; se perdió su historia y la identidad de productos que el comensal reconocía en su entorno.
Tradición versus vagabundeo
Desde hace varias décadas se distinguen dos tipos de comportamientos alimentarios: el comensalismo (con horarios, rituales y compañía conocida) y la alimentación “de vagabundo” (el des-orden de comer fuera de las reglas, sin horarios ni exigencias preestablecidas).
Este segundo comportamiento marca el nacimiento del “picoteo” infantil como parte de un desorden de hábitos mayor.
Así llegamos al siglo 21, con una insólita diferenciación de tres infancias: una que come poco y mal, otra que elige qué y cuándo comer, y una tercera que hace dieta.
La primera, víctima de la pobreza. La segunda, de la crianza complaciente.
La tercera está compuesta por niños y niñas que intentan un régimen alimentario que les devuelva la salud o la silueta que anhelan, sin saber que, en realidad, están batallando contra un profundo cambio sociocultural que los ha llevado a conformar este grupo.
- Médico