Allá, a lo lejos, un gran barco anaranjado se recorta contra el horizonte gris del Atlántico. Es el buque Puerto Deseado, con sus 52 años y su casco reforzado, zarpando desde Mar del Plata con una misión: adentrarse en el Talud Continental Argentino, una grieta en el océano prácticamente inexplorada que se extiende desde los 200 hasta casi 4 mil metros de profundidad.
Las campañas al Talud no solo lograron traspasar los límites de lo imposible, también conformaron al Gempa: el Grupo de Estudios del Mar Profundo de Argentina, que hoy sigue apostando por el desarrollo de la ciencia marina profunda de su país.
Pasaron más de 10 años de aquella increíble aventura, y no queríamos que te quedaras sin la experiencia de haberla vivido desde adentro.
—Diana, diana, diana...
La voz metálica resonaba como un zumbido de fondo, haciendo eco entre las paredes densas de metal. En ese momento, yo solo pensaba: “Diana, por favor, levantate rápido así puedo dormir un rato más”. Pero no había ninguna Diana a bordo.
Diana es uno de los tantos códigos que usan las Fuerzas Armadas. Significa: son las 7, arriba todo el mundo, a desayunar. Pero mis horarios de trabajo a bordo del Deseado no coincidían con los horarios de la tripulación. No me costó. Di media vuelta y volví a soñar con monstruos de mar.
La mar no estaba serena
Desde Córdoba, el corazón simbólico del país y cuna del cuarteto y del fernet, cuesta imaginar que una pueda estudiar lo profundo del océano. Sin embargo, existen buques de investigación –argentinos–, y también existen investigadores –también argentinos– dispuestos a embarcarse.
El combo es dispar, pero funciona a la perfección: cerca de un 20% de la tripulación pertenece a la ciencia; el 80% restante, a la Armada. Los que hacemos ciencia nos podemos concentrar en salir a cazar bichos de mar, mientras que el personal de las Fuerzas Armadas se encarga de comandar el buque, limpiar y cocinar.
El primer golpe de mar no discrimina: afecta tanto a novatos como a experimentados. El bamboleo permanente (un ir y venir pendular que acrecienta a medida que el oleaje se embravece y disminuye a medida que calma, pero que nunca se detiene, nunca frena, nunca merma, nunca da un descanso) te penetra hasta los huesos casi al instante de la zarpada.
El olor penetrante a combustible no ayuda. El vómito se vuelve un suceso naturalizado, siempre que ocurra dentro de los primeros dos o tres días de navegación. Con el transcurso del tiempo, los mareos y los malestares se irán apaciguando hasta extinguirse casi por completo. O, en términos fisiológicos, hasta que nuestro sistema auricular se acomode a una nueva cotidianidad de movimientos incesantes.
Salir a cubierta sí ayuda: mirar al horizonte merma el malestar. Además de alivio, el horizonte también nos trae ráfagas de viento helado que insisten en entumecer la punta de nuestras narices, junto a maravillosas postales dignas de cualquier película o documental.
Mientras los remanentes de un atardecer fuerzan tintes rosas y anaranjados casi fluorescentes sobre un cielo despejado, una bandada de gaviotas, albatros y petreles revolotea a vuelo firme entre las crestas de las olas dejadas por la embarcación. Una suerte de acompañantes fieles y silenciosos, listos para atestiguar una importante misión.
Lo atamos con alambre
Tengo la cara húmeda y los ojos cansados. Son las 3 de la mañana. Solo alcancé a dormitar unas dos horas. En el cuartito que colinda con la popa (la parte trasera de los buques, similar al baúl de un auto), varios científicos esperamos juntos la “pesca” de este nuevo lance: el lance número 10, o tal vez el 12. Ya había perdido la cuenta.
Desde hace unas 48 horas que venimos a ese ritmo. El ritmo que nos demanda nuestra metodología de trabajo en combinación con la ambición de querer meter la mayor cantidad de lances en los días de campaña: 14 días.
En 12 días (hay que restarle dos de viaje) nos impusimos el desafío de tirar las redes y las rastras –especies de cajas metálicas del tamaño de un colchón– sin parar, mientras el clima lo permitiera, para obtener la mayor cantidad posible de muestras de bichos del fondo más profundo que pudiéramos alcanzar.
La campaña al Talud fue la primera hecha por un equipo argentino. Hasta entonces, sólo seis expediciones –todas extranjeras– habían bajado al fondo de nuestro mar.
Cada lance es una espera de varias horas. Tiramos redes o rastras a cientos o miles de metros, cruzando los dedos para que no se rompan ni se enreden.
A veces, las redes vuelven colmadas de cosas raras: pequeñas anémonas abrazando ramas de gorgonias, corales con formas de hongos y del color de las remolachas, pepinos de mar violetas o con forma de chanchitos, u otros seres rarísimos que a primera vista no sabemos qué son.
Solemos darles nombres temporales graciosos, como la medusa “huevo frito”. Realmente se veía como un huevo frito. O las ascidias “uva”, pequeños animales filtradores que resultaron ser una variante carnívora.
Una vez en tierra firme, en nuestros laboratorios, terminaríamos de analizarlos y les asignaríamos nombres oficiales. Mucho de lo que sacamos resultó ser especies nuevas para la ciencia.
Pero, otras veces, la red no vuelve. O vuelve hecha trizas. Las redes rotas se volvieron un suceso frecuente y popular, y junto con ello, el arte de las agujas.
Los tripulantes de la Armada más experimentados nos enseñaron a remendar. A tejer para emparchar. Y lo que comenzó siendo una red de pesca verde e impoluta se convirtió en un colaje de hilos multicolores, mateadas, charlas, risas e intercambios de historias entre investigadores y gente de mar.
El Deseado no tiene wifi. Tiene DVD, libros y una mesa de ping-pong desafiante de la gravedad. También tiene un corazón colectivo que late al ritmo del mar. En popa, cuando se recogen las redes, no se permite el paso. Es peligroso. Espiamos por una puerta entreabierta. Y el milagro se repite.
¿Home sweet home?
La tierra debajo de mis pies da tremendas sacudidas. Me caigo. Me levanto y vuelvo a caer. Intento calmarme. Por lo menos ya estoy en tierra firme. Aunque eso no lo recuerdo en ese momento.
“Es sólo un sueño”, me digo cuando despierto abruptamente entre las sábanas de mi cama, en Córdoba. Hace dos días me bajé del buque. Dos largas semanas a bordo no son gratis.
Si hay algo de lo que casi nadie está al tanto, es la cuestión de los mareos en reversa: mareos que a uno le agarran en tierra firme. Readaptar el cuerpo a los nuevos entornos. Levantarse y seguir, como en la vida misma.
Pasaron 10 años desde esa primera campaña. 10 años de tesis, publicaciones científicas y congresos. Gente que eligió el mar profundo como patria científica. Que se embarcó para conocer lo que nadie había visto. Que todavía sueña con lo que está por descubrir.
Porque, sí, en Argentina también hay vikingos. No usan cascos con cuernos. Usan botas de goma. Remiendan redes. Se marean. Se emocionan con un coral. Y escriben crónicas para que el país sepa que en el fondo del mar también se hace ciencia. Y que es nuestra.
*Doctora en Ciencias Biológicas