En todo acto violento siempre hay una liberación de los miedos, un desahogo que explota de furia compensando sus propios sentimientos de inseguridad y utilizando al otro como un chivo expiatorio para sus propias frustraciones.
¿De qué miedo se liberan las manadas o los grupos de jóvenes cuando golpean a un vulnerable en el piso sin que se pueda defender? ¿Del desamor en sus hogares? ¿De la falta de cariño genuino? ¿De la desigualdad de oportunidades? ¿De ver en el otro lo que supuestamente ellos no pueden tener? ¿O simplemente repiten las conductas del ambiente en el que viven?
¿Por qué convierten el odio de sus miedos en la razón de su violencia? ¿Para ser alguien? ¿Para ser algo? ¿Para salir del anonimato de la masa? ¿Por qué sacrifican al desconocido ocasional en el altar de su cobardía?
Estos jóvenes violentos, llenos de miedos, cuando están en manadas se vuelven omnipotentes. Estas conductas violentas no son coyunturales ni transitorias. Son conductas que se vuelven hábitos culturales en una sociedad en crisis de miedos desiguales.
Son más comunes que las registradas en los videos que se vuelven virales como trofeos de guerra. La violencia de los violentos es la manifestación de una sociedad a la que le cuesta mediatizar sus acciones. Las sociedades se quiebran bajo el peso de la violencia que fractura las relaciones humanas.
No se puede vivir con el miedo constante de saber que estamos condenados a mirar al otro como una amenaza. No podemos vivir en una sociedad adicta a la venganza, al jaque mate, a los gritos, al caos. Pero tampoco podemos elegir el silencio como estrategia de sobrevivencia.
* Exsacerdote católico