Es sabido que Jorge Bergoglio es afecto al tango. Seguramente habrá escuchado muchas veces aquel célebre tango de Enrique Santos Discépolo, Yira Yira, que en su letra dice: “Cuando manyes que a tu lado se prueban la ropa que vas a dejar…”.
No habrá imaginado Bergoglio, al escucharlo, el penoso espectáculo que darían altos dirigentes eclesiales al comenzar a probarse sus ropas papales; todo sottovoce –claro–, todo muy hipócritamente vaticano. Aunque no faltan quienes lo hacen públicamente, como aquellos que ya lanzan especulaciones y quinielas respecto de cómo debe ser el sucesor de Francisco, incluso arriesgando nombres… Todo esto cuando aún Francisco está vivo.
Un espectáculo triste, digo, porque se espera otra cosa de hombres de Dios; se espera que de verdad creamos y vivamos aquello que nos recomendó Jesús de no buscar los primeros lugares, sino los lugares de servicio; que quien quiera ser el primero se haga el último de todos, y que quien quiera imitar al Maestro se arremangue y lave los pies a los demás.
Este triste y muy humano espectáculo (al final de cuentas, somos pobres seres humanos) deja al descubierto pasiones nada sanctas, como la ambición de poder, las mezquindades, las ruindades ideológicas y, en no pocos casos, una clara oposición al estilo de Iglesia impulsado por Francisco: una Iglesia más cercana a los pobres y más cálida con los que se sienten alejados o se han sentido expulsados por sus opciones de vida, o por su orientación sexual.
Muchos de quienes silban por lo bajo el tango de Discépolo en los pasillos vaticanos no miran con afecto que se haya puesto en primer lugar el amor al prójimo (como mandaba Jesús), en vez de privilegiar esa pulsión de hacer de la Iglesia una especie de agencia de moralidad internacional.
No faltan quienes acusan a Francisco de “hacer política” (con lo que en realidad quieren decir que apoya el lado “equivocado”); ellos son quienes esperan otro papa que sea “como los de antes”, que no haga política; es decir, que sea de derecha.
Francisco ha despertado las esperanzas de muchos y la decepción de otros. Llama la atención que por lo general los rotos, los no perfectos, los alejados, los estigmatizados, los “malos”, lo sienten cercano y se alegran con él. En ellos despertó al menos simpatía (“me gusta este papa porque critica a la Iglesia”, le dijo una señora del barrio a un compañero).
Por el contrario, los perfectos moralmente, los religiosos observantes y “la gente decente” lo rechazan o le ponen reparos. Llama la atención que algo semejante pasaba con Jesús, que comía y bebía con publicanos y pecadores, y al que acusaban de “glotón y de borracho”.
Lo cierto es que al menos mientras escribo estas líneas el papa Francisco está vivo. Y las ropas blancas del Papa tienen dueño.
Los ambiciosos deberán esperar; quienes lo desaprueban también, y ojalá todos dejemos de lado preferencias y recemos o elevemos un pensamiento a lo alto por la salud del Papa, de este papa que ha intentado con aciertos y errores dar otro rostro a la Iglesia, más cercano y compasivo.
A fin de cuentas, ese hombre de blanco enfermo tiene que hacerse cargo de lo que proclamó el Fundador: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados que yo los aliviaré”.
* Jesuita