La historia del número cero se esfuma en los orígenes de la civilización. Es la historia del acceso a una abstracción enorme: la cifra esencial es la que simboliza la nada. Sin la imaginación de lo que no es, se derrumbaría la ciencia de lo que es.
Aun hoy es más fácil usar el cero que entenderlo. Es posible, entonces, imaginar el vértigo de los fantasmas que invirtieron millones de dólares en el “segundo cero” de la criptomoneda llamada Libra, que hoy atormenta al Gobierno nacional. Comprar unidades de esa criptomoneda en el “segundo cero” significa algo así como abalanzarse sobre la góndola de un producto inexistente en el instante fugaz que discurre entre la nada y la primera fracción de tiempo de su existencia.
Al menos así lo explican los especialistas en economía virtual. Aquellos inversores fueron pocos. Se pueden enumerar con facilidad entre el cero y los 10 dedos de la mano. Compraron miles de unidades de la criptomoneda al costo de una fracción decimal entre la nada y un dólar.
Entonces llegó el big bang. El instante inicial de la creación. Cuando terminó el “segundo cero”, el universo comenzó. Y se expandió a un ritmo exponencial porque, en medio de la nada, apareció alguien que aconsejó comprar. (Tal vez no usó la palabra “consejo”, pero usó una fórmula efectiva entre la nada y la recomendación)
Entonces, de la nada, creció velozmente la nueva cripto. En un par de horas, todo lo que valía una cifra cercana a cero se convirtió de milagro en cinco. En ese momento, los demiurgos tiraron de la alfombra, cobraron la diferencia y se fugaron a la nada previa al “segundo cero”. Todos los que entraron después se quedaron con nada en las manos.
Javier Milei usó su predicamento de alcance global en las redes para intervenir con su recomendación en el “segundo cero” anterior a la efímera existencia de la inversión llamada $Libra. La coincidencia de ese momento es clave. $Libra nació cuando Milei usó su palabra, y empezó a agonizar cuando Milei la retiró.
Sea por dolo o por torpeza, los hechos fueron así. Y Milei no recomendó jugar un número en la ruleta, convocando a desafiar el azar con la necesidad. Recomendó una inversión donde el azar no existía; porque los parteros de la criatura ya habían comprado acciones –al por mayor– antes de que naciera.
Una inversión de riesgo puede asemejarse mucho a un juego de azar, pero –en rigor de verdad– no es un juego de azar. La metáfora del casino puede ser ilustrativa, pero no se ajusta a la realidad. En el escándalo de la criptomoneda llamada $Libra, Javier Milei, su hermana Karina, los funcionarios que los rodean (y los fantasmas que lo convencieron de pronunciar el verbo en medio de la nada) van a tener que explicar estas cosas, una y otra vez.
Estafa o torpeza
Milei rifó parte de su credibilidad en el experimento. Se percibía a sí mismo como un economista innovador, al punto de merecer el premio Nobel. El premio que lleva el nombre del inventor de la dinamita. Milei hizo estallar el mercado cripto, pero de un modo tan poco edificante que su prestigio de economista de una inteligencia disruptiva supuestamente superior quedó realmente minado. El fenómeno global regresó al barrio.
Cuando Milei y su entorno cayeron en la cuenta de que no existe algo así como la “presidencia intermitente” (algo que se ejerce de a ratos y puede en otros descansar como corbata en el ropero) diseñaron una estrategia de control de daños. Al no haber más que dos explicaciones posibles -el fraude o la ineptitud-, optaron por decir con resignación que el Presidente se comió un cachetazo por torpeza. Eso que, según los abogados, no se puede alegar en defensa propia.
Milei se presentó ante las cámaras de un diálogo guionado. Intentó esa explicación. Sembró otras dudas: dijo que difundió el pergeño de los inventores de $Libra por su utilidad como palanca financiera para proyectos productivos. Pero se desentendió del descalabro que provocó… comparándolo con un casino. ¿Era timba o banca de fomento?
Milei pudo haber evitado todos estos disgustos con sólo recordar aquel episodio que le ocurrió cuando era diputado nacional y apareció recomendando CoinX, otro experimento críptico de contornos difusos. En aquel momento, subrayó que a sus recomendaciones de inversión nunca las hace gratis. “Cobro por mis opinions“, se ufanó Milei. En las investigaciones judiciales que se abrirán, deberá explicar si en ejercicio de la Presidencia cambió esa conducta.
Quizá deba explicar también el rol de su entorno más fino. Las audiencias de inversores con el Presidente las administra su hermana Karina. Si fuese el jefe político de habilidades supremas del que suele hablar Javier Milei, su hermana Karina podría haber enfrentado las explicaciones públicas exigidas, en auxilio y cuidado del Presidente. Pero Karina Milei es políticamente lo que se ve; no lo que su hermano imagina.
Los enemigos de Milei advirtieron el tropiezo y se excitaron, conspirativos, en sus ocultas jabonerías. Salieron de ellas reclamando juicio político, destitución, cárcel y manicomio. Cristina Kirchner, cuya gestión defraudó a los argentinos en proporciones de Libra a la enésima (empeñando en esa hazaña miles de millones del presupuesto público), apareció reclamando honestidad.
A la oposición moderada, le bastó con la sensatez de pedir una investigación rigurosa para despejar el fantasma de la ingobernabilidad. Sin sus votos, no hay riesgo de juicio político. Milei no ganará el Nobel; tampoco merece la guillotina.
Para no ser menos, también volvió a las redes sociales el comandante cero de la historia argentina: Alberto Fernández. Procesado en estas mismas horas por violencia de género, gritó como el tero para reclamar explicaciones sobre el Libragate.
El país no gana para sustos. Su política vive cómoda entre angustias; siempre naufragando entre el cero y la nada.