Con el fallo condenatorio de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Cristina Kirchner cosechó la derrota judicial que sembró durante años con una estrategia de defensa tan errática como el discurso deshilachado y nervioso que ensayó como descargo crepuscular en las puertas del Partido Justicialista.
Los jueces de la Corte coincidieron en un fallo fundamentado para rechazar el último recurso que intentó la expresidenta para eludir la ratificación de su condena. La decisión era previsible: el camino que eligió Cristina Kirchner para reivindicar su inocencia tuvo pliegues y repliegues durante los años que llevó el proceso, pero en general estuvo caracterizado por la supremacía de la impugnación política por sobre la defensa técnica.
La expresidenta soslayó la importancia de construir una argumentación jurídica para reivindicar su inocencia, y eligió como estrategia la denuncia de una persecución que tampoco pudo demostrar con solvencia.
La impugnación política a la legitimidad de la Justicia como poder independiente en democracia forma parte de las convicciones que Cristina Kirchner no oculta. Mientras era presidenta, hizo aprobar con su mayoría parlamentaria una legislación anticonstitucional para elegir los jueces como un anexo en las boletas de los partidos políticos. Cuando regresó al poder como vicepresidenta, impulsó un juicio político contra la Corte Suprema porque les niega a sus integrantes legitimidad democrática.
Cristina sostiene que la independencia de poderes es una rémora inservible de la Revolución Francesa. Hasta ayer estaba elogiando el desquicio que hizo votar la presidenta mejicana Claudia Sheinbaum. En una elección general con una participación escuálida, que arañó el 15% del padrón, el Gobierno del país del Norte ubicó sólo a dirigentes de su partido como magistrados de la Justicia.
Con esa perspectiva, Cristina eludió en la causa judicial concreta que concluyó ayer dar fundamentos convincentes sobre su actuación en los delitos de fraude al Estado que se comprobaron en una magnitud mayúscula. Selló su boca hasta el final para no pronunciar dos simples palabras inexplicables que llevará tatuadas en su destino: Lázaro Báez. El bienhechor del mausoleo, su socio inefable.
Tras haber caído en la arena de un litigio en el que riñó con los hechos y el derecho, la presidenta actual del PJ eligió, ante la inminencia de la condena, inmolar a su espacio político en la pira de su intento de impunidad personal. Es ahora un proceso político que queda abierto y una dinámica de evolución incierta.
El peronismo sufrió ayer una nueva derrota. Tras el fracaso irremontable de su último gobierno, y en un año de inminente legitimación electoral, otra vez Cristina se lleva con ella toda esa identidad política al bolsillo para rodar de nuevo en la noria de su soliloquio. Lo que ella le reprocha a Alberto Fernández –aprovecharse de un proceso de construcción política colectiva por una pretensión personal- es lo mismo que ella está haciendo ahora con todo el peronismo.
Dos veces presidenta de la Nación y una vez vicepresidenta, Cristina Kirchner lanzó una candidatura a las apuradas para la elección provincial bonaerense cuando vio venir el fallo de la Corte. Los jueces del máximo tribunal no aceleraron los tiempos. Más bien repararon una larga demora. La expresidenta arguyó que la Corte apuró su condena, mientras los mismos jueces analizan un fallo sobre un decreto de necesidad y urgencia de Javier Milei.
Curiosa objeción. Milei está gobernando con decretos de emergencia porque rige la ley de sanción ficta que la expresidenta hizo aprobar como senadora para facilitarle la gestión a Néstor Kirchner, después de jurar y perjurar los argumentos en contra.
Impacto sistémico
Pero hay también un impacto sistémico de la condena a Cristina Kirchner por corrupción. Esa moneda tiene dos caras. Una saludable y auspiciosa: la posibilidad de una actuación judicial independiente para punir la corrupción en el máximo nivel político. Y otra cara oscura y afligente: de nuevo un presidente elegido por el pueblo queda detenido por administrar de manera fraudulenta los recursos públicos.
El desprestigio de la institución presidencial implica siempre un reproche que atañe al elegido para gobernar, pero lo excede: interpela también a quienes eligen a los gobernantes.
Una condena fundamentada y justa por corrupción sanea las expectativas sobre la eficiencia democrática. Un dirigente que roba para su patrimonio personal o familiar no puede argüir en su defensa la autonomía de la política frente a cualquier tutela moral.
Un funcionario que justifica el robo a favor de su partido tampoco puede ampararse en la autonomía de la política para usarla como cobertura para el acceso y ejercicio ilícito del poder. Como explicó en su momento el politólogo italiano Gianfranco Pasquino, “ni Maquiavelo se reconocería en esa idea”.
Tampoco se puede justificar la corrupción con el argumento indirectamente esgrimido por Cristina: como un detritus inevitable en la puja con lo que ella denomina “los poderes concentrados de la economía”, que -según su mirada- sofocan la expresión de la voluntad popular. La democracia no es patente de corso.
El mismo Pasquino recuerda que cualquier democracia se basa en un presupuesto: no es el mejor de los mundos posibles; su código genético es la perfectibilidad. Pero es incomparablemente mejor que cualquier otro régimen político. Y es mejor porque la democracia es más exigente: requiere una participación consistente de los ciudadanos y un plus de eticidad en los comportamientos de los gobernantes.
Cristina Kirchner ha sido condenada por eludir esa obligación. No la proscriben los jueces: la inhabilita la ley.