Roma es una ciudad cosmopolita hermosa en la que conviven tres mil años de arte, ruinas de edificaciones contemporáneas a Cristo y la opulencia de la más alta innovación rodando por calles empedradas en el último Lamborghini o una Ferrari F8 Spider azul, ante la mirada perdida de cientos de personas que quedaron en situación de calle durante la pandemia del Covid-19 o ante de ella y piden centavos de euro a los turistas para poder comer.
Esta gran urbe, seis veces más grande que la Ciudad de Buenos Aires y con 2,8 millones de habitantes, se ha visto alterada este fin de semana por dos motivos: la 16° Cumbre de Líderes del G20, con un impresionante operativo de seguridad; y, por otro lado, un aluvión de turistas nacionales y de países cercanos porque en el país el lunes es feriado por el Día de Todos los Santos, una festividad religiosa pero también civil que conmemora a exponentes del cristianismo.
La Plaza Navona, la Fontana de Trevi, la Plaza España, Palastino y Trastevere estuvieron sábado y domingo atestadas de gente.
El Coliseo convocó en sus alrededores, pero se encuentra cerrado al público porque están reconstruyendo su arena, con una estructura de alta tecnología, pero reversible y no invasiva: una gran intervención tecnológica que ofrecerá a los visitantes la oportunidad no solo de ver, como hoy, el subsuelo, sino de contemplar la magnificencia histórica del lugar con imágenes digitales.
Como en Buenos Aires, Córdoba, Mendoza o cualquier otra ciudad argentina, los restaurantes tienen mesas en sus locales, pero también en las calles, en espacios que le ganaron al tránsito vehicular cuando las medidas sanitarias comenzaron a permitirles la reapertura con protocolos.
Aquí, los comercios cerraron por el Covid-19, luego abrieron y tuvieron que volver a cerrar. Hoy, están llenos de turistas, personas que buscan recuperar cierta normalidad.
“Salada” para el golpeado peso argentino
Para los argentinos, visitar esta ciudad de la región del Lacio no es turismo gasolero.
Comer una pizza con dos pintas de cerveza –y contemplando un 10% de propina- puede costar unos 25 euros en promedio en un restaurante o bar relativamente económico. Al tipo de cambio oficial, son unos 4.900 pesos. Al blue, la cuenta sube a unos 5.000 y 5.600 pesos argentinos.
Un gelato (helado) en cucurucho chico (con dos bochitas) vale 2,50 euros y un cannoli de pistacho, 5 euros.
Un llavero cuesta 3 euros y se puede conseguir un suvenir del Coliseo Romano por 10 euros.
Aquí también hay comerciantes desesperados por vender. Casi que en cualquier rubro y punto de la ciudad, salen a la puerta del local a buscar clientes. Por las veradas y las calles algunos caminan con barbijos, otros no los usan ni siquiera en lugares cerrados.
Se generan momentos de tensión cuando un anfitrión exige a un visitante que se tape la boca o se acomode la mascarilla. Son momentos en los que la pandemia se despide más lentamente de lo que la mayoría desea en todos los rincones de Roma.
Es esta ciudad europea una de las más visitadas en el mundo entero, con 27 millones de turistas por año (según registros previos al Covid-19).
Por eso su economía sintió el colapso en un momento de la pandemia, dado que la mayoría de los ingresos provienen casi íntegramente de la llamada “industria sin chimenea”. Mirando un poco más allá, el PIB de Italia cayó 8,9% en 2020, con el desempleo joven (menores de 25) alcanzando el 30%.
Hay romanos orgullosos de que su ciudad sea epicentro de un evento transcendental para la geopolítica global, más después de una pandemia que sacudió los cimientos de la política económica global. Hay otros, encabronados con el caos que generó circular por calles en las que comitivas presidenciales pasan a 70 u 80 kilómetros por hora, en extensas caravanas de incontables camionetas negras tipo van que no respetan semáforo en rojo alguno.
Para recibir a sus pares de las veinte más grandes economías globales, el primer ministro italiano, Mario Draghi, envió a patrullar a más de 5.000 agentes de las fuerzas de Seguridad y Armadas, con carros de asalto, motocicletas, perros de caza, aviones de caza y helicómetros militares y drones de control aéreo que las 24 horas sobrevuelan la zona del EUR, un barrio periférico que mandó construir el dictador Benito Mussolini en los años 30.
A esa denominada “zona roja de máxima alerta internacional” no entraba nadie que no llevara en el pecho una credencial que lo ligue a la cumbre con código de verificación QR. Toda estaba completamente cerrado al tránsito. Incluso, los colegios y las empresas radicadas en el perímetro se han visto imposibilitados de funcionar desde 48 horas antes del inicio de la reunión el sábado.
La Cumbre no llegó en el mejor momento: Roma está sucia y descuidada. Limpiarla y ponerla a punto para volver a recibir millones de turistas será uno de los grandes desafíos del centroizquierdista Roberto Gualtieri, nuevo alcalde y ex ministro de Economía.
El flamante líder romano venció a mediados de octubre a su rival de centroderecha, Enrico Michetti, por casi veinte puntos de diferencia en la segunda vuelta de las elecciones municipales.
El tema de la basura, dicen los analistas italianos, fue la clave en el resultado.
El potente operativo de seguridad -que además de los 5.000 policías y militares de uniforme habría tenido de civil otros 5.000 agentes de los servicios de inteligencia de los países del G20- patrulló las calles también para evitar manifestaciones violentas como las que se produjeron hace quince días contra la obligación del pasaporte sanitario y que derivaron en graves disturbios y en el asalto a la sede del principal sindicato italiano.
“L’Italia brucia” (”Italia arde”) se le escuchó a un heladero que en un intercambio con este medio explicó con esfuerzo para ser comprendido que el país no pasa un buen momento.
A metros suyo, en inmediaciones de la estación central del transporte urbano, Roma Termini, decenas de personas duermen en las calles, unas al lado de otras, y otras merodean con caminatas cancinas esperando que alguien les de unos centavos.
A pocos minutos, en la Nuvola, los hombres y mujeres más poderosos del planeta se preguntaron el fin de semana en un salón, aislados y bajo un paraguas de radares militares, qué hacer a partir de ahora para que el mundo salga distinto de la pandemia, con menos desigualdad y pobreza, y con una mayor mitigación de la nocividad de la actividad humana sobre el ambiente.
Como en cada manifestación política hacia el interior de sus países o como en cada Cumbre del G20, dudaron, discreparon, consensuaron y firmaron un acuerdo pensando que esta vez sí –de nuevo- todo será distinto y los compromisos se cumplirán.