Corría el año 1995 cuando Bill Gates fue invitado al programa de televisión de David Letterman, The Late Show. Gates era entonces el joven director de una empresa que promocionaba el lanzamiento de Windows 95, cuya mayor novedad era la integración de un navegador llamado Internet Explorer. Apareció prediciendo que el avance de internet cambiaría nuestras vidas. La audiencia presente en el estudio le respondió con risas burlonas. Letterman lo trató con un escepticismo apenas cortés.
Gates está retirado; Letterman también. Ambos reaparecieron no hace mucho por Netflix. Gates tratando de entender el nuevo fenómeno de la inteligencia artificial; Letterman, con una larga barba blanca, entrevistando a celebridades que no necesitan presentación.
30 años pasaron desde aquella noche burlona. Desde entonces, la vida social cambió por completo. Nadie se arriesgaría ahora a la ironía de decir que las novedades tecnológicas son fantasías irrealizables.
¿Qué tiene que ver ese dato inocultable de la realidad con la escena política argentina? Ocurre que el Congreso está llamado otra vez a discutir una modernización laboral y ya está activa una reacción conservadora que pretende mejor no cambiar nada.
En la jerga de la legislación laboral, hay un concepto que el Gobierno propone revisar mediante la discusión parlamentaria. Es conocido como la ultraactividad de los convenios colectivos de trabajo. Es el principio legal que permite que un convenio, una vez vencido su plazo de vigencia original, siga vigente por defecto de manera automática. Mientras no sea reemplazado por uno nuevo, mantiene las condiciones previas, para evitar un vacío legal.
Este principio ha sido invocado por los sindicatos argentinos para evitar actualizaciones imprescindibles. Rigen, por caso, cláusulas normativas de 1975, y otras aun más antiguas. Definiciones jurídicas de hace medio siglo sobre realidades que en no pocas ocasiones dejaron de existir.
Corporativos
El motivo por el cual la mayoría de los sindicatos quiere evitar que se actualicen esas definiciones de roles, tareas, derechos y obligaciones es más bien nítido: las consiguieron durante los experimentos de organización corporativa de la sociedad promovidos desde el Estado.
El primer peronismo fue el primer impulsor y en 1975 –durante el caótico mandato del último Juan Perón– varios de los convenios colectivos fueron normados en el clima de violencia política que las facciones oficialistas impusieron. Reabrir la discusión colectiva de los convenios de trabajo es percibido como una amenaza por muchos gremios, porque no administran ahora el monopolio del arbitraje desde el poder del Estado.
El problema es que la realidad del mundo del trabajo ha desbordado de manera tempestuosa ese dique de contención imaginario. Las normas talladas en piedra sufrieron la erosión del tiempo. Han quedado tan vetustas que en no pocos casos se convirtieron en el problema que venían a solucionar: sirven para excluir trabajadores; protegen ciudadelas para pocos. Cuidan a los representantes mejor que a los representados.
Casi la mitad de la fuerza del trabajo en Argentina está a la intemperie, expulsada de la protección de los convenios. La solución que proponen los dirigentes gremiales es impedir cualquier cambio hasta que un día el país amanezca pródigo y se distribuyan con equidad los derechos. La realidad porfía en sentido contrario: esa cláusula de exclusión conspira contra el progreso del país.
En el mismo Netflix donde aparecen de a ratos Bill Gates y David Letterman, estaba disponible un documental producido por Barack y Michelle Obama. Se llama American Factory y ganó el Oscar en su género. Describe la realidad de una empresa norteamericana de la industria del vidrio que entra en pérdida y quiebra.
Un pueblo entero queda desocupado, hasta que la compra una empresa china. Todo es esperanza con la reapertura, pero luego el optimismo cede: el régimen laboral de los chinos es doblemente exigente, y como la empresa es del Estado chino, las acciones gremiales están prohibidas. Nadie –dicen los gerentes chinos– representa mejor a los trabajadores chinos que el Partido Comunista chino.
De pronto, los viejos operarios y supervisores norteamericanos se enteran por las malas del mismo problema que tenían en los orígenes: el del desafío a la productividad y a la competencia.
Las nuevas realidades del mundo del trabajo no se pueden eludir con el recurso irreflexivo a la ultraactividad de los convenios. Cerrar la discusión no evita el problema: sólo retarda la solución.
Una novedad de los últimos tiempos es que la división celulares de Samsung tiene un grave problema. No consigue algunos insumos clave para su producción: los chips que fabrica la división semiconductores de Samsung. Estos últimos explican que la demanda por el crecimiento de la inteligencia artificial es incesante. Les conviene venderles a otros. En este mundo salvaje, una división de Samsung tiene que negociar con otra división de Samsung para que ambas sigan siendo competitivas.
Y aquí pretendemos que siga vigente el convenio colectivo para la fabricación del avión Pulqui.

























