La lógica que impera en el Panal tiene una máxima: ningún problema político es importante mientras no impacte en las encuestas. Esta lógica rigió a pleno en las gestiones de Juan Schiaretti y también está en vigencia con Martín Llaryora.
No hay decisiones importantes sin encuesta previa. Y a veces parece que tampoco hay juicio ético autónomo del poder hasta que una encuesta de opinión indique lo que piensan los cordobeses sobre cada tema. Esa práctica con frecuencia se extrema al punto de relativizar lo que está bien y lo que está mal: si no aparece en las encuestas, no importa.
Desde el inicio mismo con José Manuel de la Sota, el peronismo cordobés posiblemente sea la fuerza política más entrenada del país en el manejo de las mediciones de opinión. Y de más está decir que mal no le fue: este es su séptimo período consecutivo.
También es cierto que el abuso de encuestas llevó a Schiaretti a perderles el sentido a fenómenos que terminaron representando los principales problemas de su último mandato: las reacciones sociales por las muertes de bebés en el Neonatal y el asesinato de Blas Correas a manos de la Policía, por ejemplo.
Llaryora aprendió de esas situaciones extraodinariamente traumáticas para el poder peronista. En aquellos años, fue muy crítico del modo en que el Gobierno provincial manejó esas crisis, de la insensibilidad con las familias de las víctimas y de las sospechas de encubrimiento que se dejaban crecer al infinito. Difícilmente esta gestión incurra en aquellos errores.
Esto se notó con claridad en el manejo del nuevo caso de violencia policial que –según sostiene la instrucción– habría derivado en la muerte de Guillermo Bustamante, el hombre agredido por no tener datos en el teléfono para pagar $ 10 mil en una estación de servicio.
Pese a que el ministro Juan Pablo Quinteros dio crédito inicial a la versión policial, fue ostensible el cambio de actitud de todas las instituciones actuantes respecto del modo en que lo hicieron durante y después del asesinato de Blas. Las diferencias son notorias en la propia Policía de Córdoba –que colaboró en la investigación–, en el Ejecutivo y en la Justicia: en pocas horas, la investigación avanzó hacia la detención de cinco policías y ahuyentó las sospechas de encubrimiento.
Inmunidad para contratar
Muy diferente fue la reacción del peronismo cordobés ante la crisis que comenzó a mediados de enero con la detención del dirigente justicialista Guillermo Kraisman por querer cobrar el sueldo de una contratada de la Legislatura (la que sigue sosteniendo que no sabía que lo era) y que escaló durante dos meses y medio sin que nadie atinara a advertir que se estaba gestando un escándalo político capaz de dejar al descubierto la forma más básica de la construcción política de todos los partidos: el acomodo en cargos bien pagos que no tienen control alguno.
Es muy probable que el peronismo razonara que el problema quedaría circunscripto a la Vicegobernación, en manos de la radical Myrian Prunotto, que comenzó el año convencida de que integraría la lista de candidatos a diputados nacionales y termina el primer trimestre en una crisis severa y sospechando hasta de su sombra. No es para menos: la intención de atribuir la responsabilidad por el evidente intento de ocultamiento de los datos a la titular del Poder Legislativo es clara entre varios caballeros del PJ, sobre todo entre quienes usan esos contratos como moneda de cambio para conseguir los votos que le faltan al oficialismo.
Lo cierto es que los datos sobre los contratados, que Prunotto ocultó a La Voz durante un mes y medio, son los mismos que el Gobierno de Córdoba, a través de la Procuración del Tesoro, negó en la Justicia tras la presentación de un amparo por parte de este medio. Finalmente, el viernes, la Legislatura hizo público el listado de nombres de 1.054 contratados, luego de que hace una semana se informó que también hay 389 empleados de planta permanente, y de que se conoció –por una investigación de este medio– que además 287 monotributistas cobran para asistir a 70 legisladores que sesionan cada 15 días.
La banalidad de los argumentos usados para negarse a identificar a los contratados fue la confirmación de que el poder consideraba inconveniente la difusión de esos nombres. Todo indica que el listado que finalmente se publicó tuvo muchos cambios en la última semana. Hay legisladores que se jactaron abiertamente de esas maniobras –algunos lo hicieron a viva voz en la última sesión– y ya circula una lista de 50 nombres que habrían sido ocultados.
La discrecionalidad como método
Que la Legislatura de Córdoba gaste apenas el 0,39% del Presupuesto provincial no es excusa: podría gastar mucho menos que $ 36 mil millones al año o gastar en cosas más útiles que pagarles el sueldo a más de 80 exintendentes, a centenares de militantes, de amigos y de familiares que no tienen función de orden público. Si la tienen, es de orden partidario.
Más allá del escándalo y del evidente despropósito de ese sistema tan básico de financiamiento de la política, lo que quedan son interrogantes de peso sobre la calidad institucional en la Córdoba del séptimo mandato del peronismo.
El llaryorismo aprendió todas las lecciones sobre la inconveniencia de encubrir abusos policiales, pero parece estar olvidando las de la transparencia más elemental: ya ocurrió en la Municipalidad de Córdoba –el acceso a datos públicos se fue reduciendo, al punto de que hoy no se conoce el protocolo de funcionarios– y también se observa en la Provincia una paulatina reducción de la información disponible.
El resultado de esos procesos siempre es mayor discrecionalidad para el poder de turno. Lo peor de todo es que quienes ejercen el poder se convenzan de que hay mérito en eso: aunque las encuestas no la midan, es de calidad institucional que viven las democracias.