Antes de los comicios de octubre, Donald Trump lanzó la reelección de Javier Milei. Trump recordó nuevamente ayer que Milei estaba perdiendo antes de esa intervención y se atribuyó el mérito del rescate. Tuvo una influencia decisiva, es verdad. Lo sabe como nadie Cristina Kirchner, que de inmediato convocó a votar en contra de esa opinión y así le fue. Pero, en rigor, el triunfo del oficialismo lo construyeron los votos.
Lo que está claro es que Milei no hubiese ganado sin haber ofrecido antes un resultado clave: bajar la inflación. Era el núcleo de su contrato electoral, lo que no podía incumplir. Trump actuó cuando Milei advirtió que, por una corrida contra el dólar antes de las elecciones, ese resultado provisorio y frágil estaba claramente en riesgo.
Eso ya es historia. La historia que hoy registra el recuerdo de los dos primeros años, la mitad exacta de la gestión Milei. Para su reelección, el Presidente tendrá que ofrecer un resultado distinto: el de una economía que salte de la estabilidad al crecimiento. Eso implica niveles racionales de inflación –menos de un dígito anual– que todavía están lejos de conseguirse. Y que esa escena estable permita condiciones de expansión de la actividad y del empleo.
Lo que a Milei le queda por delante es todavía más complejo que aquello que ahora quedó atrás. La estabilidad es difícil de conseguir para una economía que tiene internalizada la cultura inflacionaria. El crecimiento demanda nuevas condiciones, estructurales y profundas. Frenar la inflación es como detener un tren de frente. La simple inercia es mortal. Reformar la estructura económica es todavía más difícil. Equivale a poner la locomotora a traccionar al revés.
Las reformas que el Gobierno comienza a proponer al nuevo Congreso vienen cargadas de esa profundidad y de esa urgencia. Sin esas reformas, las condiciones para el crecimiento no se van a reconstituir. Su rechazo no sólo puede implicar un riesgo para el proyecto político de Milei, que sería lo de menos. También reactivaría las expectativas del retorno a la estructura económica inercial.

Sin bases para crecer, la economía volverá a sentir el canibalismo sectorial de la tensión inflacionaria. El regreso al país que se devora el capital existente por incapacidad de generar nueva riqueza.
Reformas
A diferencia de aquella desmesura del texto inicial de la ley Bases, que pretendía en un único articulado concentrar el alfa y el omega del país nuevo, el nuevo pragmatismo reinante en la Casa Rosada se expresa ahora en proyectos ambiciosos pero temáticos.
Manuel Adorni anunció ayer lo que por ahora no se tratará en el Congreso: no se avanzará por el momento con la reforma del sistema previsional, ni con cambios al régimen de coparticipación federal de impuestos (ley convenio que desde la última reforma constitucional es más pétrea que las tablas de Moisés: requiere la imposible unanimidad de los gobernadores para debatir una coma)
La modernización laboral, en cambio, es un objetivo difícil, pero asequible. Es cierto que ataca intereses corporativos de una rigidez que a simple vista parece inabordable. Intereses de la gerontocracia sindical y de la industria del juicio. Corporaciones que se enriquecieron hasta lo indecible erigiendo barreras de privilegio para ingresar a la economía formal, mientras expulsaban a millones de trabajadores al limbo injusto del empleo informal, sin derechos.
En los títulos de estos días, asoman apenas algunas muestras de lo expansiva que fue la operación de las corporaciones sindicales para diversificar sus negocios: ¿no llegó Claudio “Chiqui” Tapia a la cúspide de la AFA de la mano de grandes sindicalistas-inversores, que se apropiaron de clubes protegidos como supuestas asociaciones sin fines de lucro?
¿Es acaso el mismo Tapia que ejerce como funcionario puesto a administrar recursos de la Provincia de Buenos Aires en representación de los intereses sindicales que se apoderaron de negocios como la recolección de basura?
El cambio del régimen tributario es otra de las reformas necesarias para cambiar la estructura económica. Allí aparecen otros intereses sectoriales a los cuales el país inflacionario les cerraba a la perfección.
La cartografía de esos intereses, como los mapas de los templarios, puede leerse con muchos lentes. Pero sólo se encontrará la clave con un prisma que combina dos palabras: exención y subsidio. Lo atractivo del debate que auspicia el Gobierno es que todos estos lobbies estarán desafiados a salir de la opacidad y transparentar sus pretensiones. De eso se trata la deliberación parlamentaria.
Lo que se juega Milei con las reformas es mucho: sentar las bases para el crecimiento; darles solidez –al mismo tiempo– a las expectativas decisivas para el programa de estabilización inflacionaria.
En términos políticos: la plataforma fáctica para aspirar a una reelección. Para ser competitiva, la propuesta de sus adversarios deberá ser superadora. Es la diferencia entre actuar como oposición y constituir una alternativa de poder.






















