Todo lo ocurrido con el fracaso de los pliegos propuestos por el Gobierno nacional para cubrir vacantes en la Corte Suprema de Justicia puede ser leído con una clave de interpretación que se proyecta sobre el resto de la escena política; en particular, sobre el modo en que están ejerciendo su liderazgo dos contendientes centrales de esa escena: Javier Milei y Cristina Kirchner.
De la derrota de Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla asombró menos el final previsible que la impericia del Gobierno. Ahora que todo terminó, surgen con toda la fuerza del sentido común algunas preguntas. ¿Cómo pudo la Casa Rosada creer que alguien tenía en su bolsillo dos tercios del Senado para imponer sin mayor trámite pliegos de jueces para la Corte (no uno, sino dos)? ¿En qué pensaba cuando le ofrecieron ese paquete de humo?
Si a esa ilusión se la vendió a Milei el juez Ricardo Lorenzetti, el asesor Santiago Caputo o su hermana Karina Milei comienza a ser irrelevante. Todas esas poleas traccionaron al revés: Milei les delegó poder para que obtengan un objetivo. No lo consiguieron. El Presidente tuvo que pagar la cuenta con el desgaste de su propio capital político.

La derrota es huérfana. Nadie se hace responsable por el padrinazgo de Ariel Lijo. El caso de García-Mansilla es más penoso: el decano de Derecho en la Universidad Austral aceptó jurar en comisión y tuvo que renunciar, entre la asfixia política y la fatiga moral, 39 días después.
Cuando fue evaluado por el Senado, García-Mansilla reveló que nunca habló con el presidente Milei; al cargo se lo ofreció Santiago Caputo. ¿Cómo funcionó la tracción en el circuito más restringido del poder? Santiago Caputo calla, Javier Milei pone la cara. El asesor gasta, el Presidente paga la cuenta.
Hay quienes sostienen que también la poderosa hermana del Presidente intervino como auspiciante cuando el Gobierno compró el paquete llave en mano de los pliegos siameses. Karina Milei tampoco habla de eso, como no habla del escándalo del Libragate. Algo está disfuncionando en el triángulo de hierro: el vértice se trasladó a la base.
A García-Mansilla no le quedaba más que la renuncia. Cuando el Senado se le venía encima, Cristina Kirchner aprovechó para recusarlo como juez de la Corte que tiene el expediente de la causa Vialidad. El Gobierno le pedía al juez que no renuncie, pero la continuidad del juez le daba un atajo a Cristina para dilatar una decisión sobre su condena.
La maniobra de Cristina Kirchner revela que los argumentos republicanos que sus senadores usaron para voltear los pliegos siameses son otro fárrago de humo. Nada en la táctica política del kirchnerismo está escindido de la estrategia judicial de la expresidenta.
Dos en espejo
En términos de poder, a Cristina le funciona todavía algo del Senado como polea de transmisión. Pero le está sucediendo en espejo el mismo fenómeno de tracción invertida que aqueja a Milei. El más blindado de sus consejeros es el que más problemas provoca: su hijo, Máximo Kirchner. Durante años Cristina le donó innumerables transfusiones para que construya un liderazgo hereditario. No funcionó. Axel Kicillof decidió desdoblar las elecciones bonaerenses contra la opinión del Austria menor de la dinastía.
La expresidenta dejó que corra una versión: podría presentarse como candidata a legisladora provincial bonaerense para contradecir al gobernador. Suena inverosímil que a su edad y con su trayectoria se someta a ese entrevero menor. Aunque queda claro que la presidenta nacional del Partido Justicialista no controla la discusión en su propio consorcio.

El argumento con el cual se opone al desdoblamiento electoral es una petición de principios: ella le exige a Kicillof que le respete su lapicera para la lista bonaerense de octubre. Porque todos los paniaguados de esa boleta dependen de la tracción electoral de Cristina Kirchner. Pero también exige que los intendentes y el gobernador no se despeguen de la elección… porque sin esa tracción teme que no le alcancen los votos.
Milei y Cristina tienen problemas parecidos con los asesores blindados de su entorno. Es el problema que a todo liderazgo le aparece a la hora de delegar decisiones críticas.
El escritor Stefan Zweig supo describir con fascinación esos momentos donde todo parece condensarse en un consejo o una resolución personal. Es magistral su reseña de la batalla de Waterloo, que selló el destino de Napoleón Bonaparte y de todo un siglo en Europa. Hay un protagonista involuntario, Emmanuel de Grouchy, un mariscal del ejército francés cuyo principal mérito era la obediencia a ciegas.
Grouchy llegó a mariscal “porque las balas austríacas, el sol de Egipto, los puñales árabes, los hielos de Rusia fueron aniquilando a sus camaradas heroicos”.
En Waterloo, Napoleón le ordena perseguir a las huestes prusianas repelidas por los franceses al comienzo de la batalla. Grouchy lo hace. Pero cuando advierte que debería regresar a reforzar el núcleo del ejército que lucha contra los ingleses, queda enfrentado a una decisión personal, la más trascendente de su vida: o sigue las órdenes de Napoleón o las desobedece para auxiliar a Napoleón.
Decide atenerse a las instrucciones. Los dados de hierro deciden la batalla. Zweig le agrega a su narración un sarcasmo lacerante: apenas termina Waterloo, un desconocido viaja en calesa hacia Bruselas y de allí en barco a Londres. Llega antes que nadie con las noticias y hace saltar la bolsa. Es Rothschild, quien con la novedad funda un imperio. Sólo un protagonista no sabe nada a la mañana siguiente, aunque está mucho más cerca: es el infausto Grouchy.
Santiago Caputo, Máximo Kirchner, Karina Milei, son ese tipo de personajes secundarios que viven a tiro de la venganza histórica por los “momentos supremos”.
Como Grouchy, sólo tienen un nombre a préstamo. Lo tienen por anodinos. Por su obediencia, más que por sus aciertos.