Los datos son contundentes. El crecimiento de las causas penales contra niños y adolescentes ha sido fuerte y constante en los últimos años.
En Córdoba, tanto el Poder Ejecutivo como la Justicia provincial coinciden en sus estadísticas sobre el preocupante fenómeno. Por ahora, es sólo contar –siempre con demora, en el caso de la Justicia– sin incidir ni modificar nada de la cruel realidad.
Comentaristas de los acontecimientos, los funcionarios van acomodando sus dichos a tono con necesidades que suelen no coincidir con las de la ciudadanía.
Ocurrió esta semana a propósito del asesinato del remisero Facundo Pereyra, en Río Cuarto. Hace apenas seis meses, el propio Pereyra había dicho en una nota televisiva que, si la inseguridad se mantenía, su vida y la de sus compañeros corrían peligro.
El trágico vaticinio se produjo en tiempos en que buena parte del Gobierno provincial está casi instalado en Río Cuarto, donde en tres semanas hay comicios municipales.
Por eso, el gobernador Martín Llaryora dijo que modificó su postura respecto de la edad de imputabilidad de los menores, que hay que animarse a “rediscutir” el tema y que le resulta “increíble la cantidad de hechos que están pasando con menores que matan, que no es su primer ingreso”.
El proyecto para bajar la edad de imputabilidad de los menores, actualmente en 16 años, es analizado por el Ejecutivo nacional y será enviado las próximas semanas al Congreso.
Cambio de postura
Hasta acá, el Gobierno de Córdoba tenía una postura contraria. Quedará la duda sobre si el cambio de postura se debe a convicciones, a constancia de hechos o a especulación electoral ante comicios municipales que aparecen como reñidos, y en los que el llaryorismo hace una apuesta fuerte.
También cambió de posición el ministro de Seguridad, Juan Pablo Quinteros, pero aclaró que la baja de la edad no soluciona por sí sola el tema.
“Tenemos que cambiar la edad de imputabilidad; la bajemos. Pero ¿qué vamos a hacer con esos menores en la cárcel? Esas son las respuestas que no me da nadie”, dijo el ministro, como si interpelase desde el tradicional papel de dirigente opositor que ocupó buena parte de su carrera política.
Ahora, él debería ser parte de la respuesta, no de las preguntas.
Es que los cuatro acusados de asesinar a Pereyra tienen 14, 15 y 16 años y –como ya ocurrió en muchos otros casos– ya habían cometido delitos y habían pasado por centros que dependen de la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia (Senaf), que ahora forma parte del Ministerio de Desarrollo Humano.
La ministra Liliana Montero es una de las que se mantienen en su postura de no tocar la edad de imputabilidad de los menores.
Mientras, en los centros a su cargo se hace poco para evitar la reincidencia y lograr cierta inserción social. Los hechos muestran que se produce más bien todo lo contrario, con un efecto de escala en la tipología de delito que cometen niños y adolescentes.
Silentes
Eso sí, al menos los funcionarios del Ejecutivo ponen la cara y atinan a dar alguna explicación a un fenómeno que a todas luces es por demás complejo.
Desde el Poder Judicial suele reinar el silencio de los desentendidos. Allí, con su fuero especializado en minoridad, acostumbran a repartir culpas hacia el Poder Legislativo y la falta de normas, y hacia el Ejecutivo y los problemas de los institutos de menores.
Hace tres años, el Tribunal Superior –presidido ahora por Luis Angulo, quien fue responsable durante años de los institutos de menores– le avisó al Ejecutivo que no podía alojar en el Complejo Esperanza a menores de 16 años, pero no le dijo qué hacer con los chicos que delinquen.
Los integrantes de la cabeza del Poder Judicial cordobés escribieron: “Lo que cabe son acciones preventivas para evitar el contacto con el sistema penal juvenil, mediante alternativas enfocadas en la responsabilidad y asistencia parental y estatal y, excepcionalmente, que se recurra en los programas estatales al acogimiento fuera del hogar familiar, como medida de último recurso y durante el período más breve posible, y debe estar sujeta a revisión judicial”.
Una prosa más que interesante, pero que no arroja ni un atisbo de consuelo o reparación a los centenares de víctimas de la delincuencia juvenil.
