La escena se repite, cada vez más trágica: la dirigencia política se reparte roles y unos se autoasignan el papel de héroes, para señalar a los demás como villanos.
El papelón de la fallida ley Bases los deja a todos mucho más cercanos al lado del mal que al del bien, por más que se intenten adjudicar inexistentes comportamientos heroicos.
Todo lo que rodeó al choque del ómnibus de Javier Milei en el Congreso agudizó aquella incertidumbre que hace que en la Argentina del alba no se sepa cómo estará el país del anochecer.
Entre tanta confusión, emerge otra vez –desgastada por 200 años de historia– la pelea Córdoba-Nación. Podemos recordar los capítulos más destacados en esta era democrática, como Eduardo Angeloz-Domingo Cavallo o José Manuel de la Sota/Juan Schiaretti-Cristina Fernández, para ver que nunca tuvieron finales felices.
Milei y Martín Llaryora tienen cada uno su propia versión de lo que los llevó a este enfrentamiento, sólo asumido públicamente por el Presidente, al menos por ahora.
Ninguno de los dos quiere decir que actúan primero en defensa propia y no de esos intereses colectivos que proclaman. Ambos se paran en la legitimidad de sus mandatos, lo cual es ajustado a la realidad.
Pero ahí surge un primer elemento diferencial respecto de los antecedentes citados de peleas entre gobernantes cordobeses y nacionales. En los anteriores, el mandatario cordobés tenía localmente un respaldo ciudadano mayor que el nacional.
Ahora, Llaryora enarbola con mucha legitimidad esos intereses de Córdoba que tanto rédito electoral les supieron dar a sus predecesores, pero lo hace contra el Presidente que obtuvo en esta provincia la mayor adhesión electoral.
Esa es toda una encerrona para el gobernador. Todo el protagonismo que cobró en la escena nacional en estas semanas de gestión tiene como límite su base de sustentación. Una alianza incondicional con Milei le haría pagar algunos costos y le opacaría sus planes nacionales, pero el riesgo de quedar pegado a otras posturas extremas, como las del kirchnerismo, es aún más complejo.
El planteo que desde el poder cordobés se hace respecto del extremo amateurismo y la ambición excesiva de los libertarios en su primera prueba parlamentaria es bastante certero, como lo es el que hacen los funcionarios nacionales respecto de que ningún gobernador obtuvo tanto en la negociación previa como lo que logró Llaryora.
La casta del 42
Mientras tanto, como ocurrió en el pasado reciente, se vuelve a hacer realidad la frase atribuida al filósofo francés Paul Valery, de que “la guerra es una masacre entre gentes que no se conocen, para provecho de gentes que sí se conocen pero que no se masacran”.
Seguramente ni Milei, ni Llaryora, ni Luis Caputo ni Daniel Passerini tomaron un colectivo urbano en décadas, pero el boleto más caro lo pagarán en poco tiempo miles de cordobeses que de milagro pueden alimentar a sus familias. La casta del 42.
Ya empieza a importar poco quién empezó primero. Hubo y sigue habiendo impericias y mala voluntad concurrentes.
Y doble discurso para todos los gustos y de todos los actores.
Quedémonos en un ejemplo local. Llaryora y las espadas del peronismo cordobés en el Congreso se plantaron en el discurso de la institucionalidad, el diálogo, el consenso, el acuerdo, el respeto en la divergencia.
Fue el eje del discurso del gobernador el 1° de febrero en la apertura de sesiones de la Legislatura para diferenciarse de Milei, al que acusaba de no aceptar sugerencias y avasallar los intereses provinciales.
Pero el oficialismo decidió romper con la republicana e institucional tradición de sesionar todos los miércoles, vigente en esa Legislatura desde que es Unicameral (hace más de 20 años), por la sencilla razón de que tiene tan ajustados los números que cada votación es un riesgo.
Ello se suma a la decisión de limitar el control previo del Tribunal de Cuentas porque este quedó en manos de la oposición en las últimas elecciones provinciales.
Hace milenios que es más sencillo de encontrar la paja en el ojo ajeno que las vigas en el propio.
