El discurso parece plantado y fuerte, pero las señales de confusión que salen de las gestiones provincial y municipal capitalina son notorias.
Con el contexto nacional tan complejo e inestable y una ciudadanía apremiada por las urgencias, las gestiones de Martín Llaryora y Daniel Passerini se enfrentan cada día a sobresaltos, muchos de ellos autoprovocados, que marcan la falta de un rumbo claro.
Por caso, Llaryora fue y vino en estos tres meses en su relación con el poco estable presidente Javier Milei. En estos días, sus palabras y actos van en la línea de ponerse en sintonía con la administración libertaria.
Pero su gabinete no siempre acompaña sus pasos. Por caso, en las últimas horas el ministro de mayor exposición pública –el de Seguridad, Juan Pablo Quinteros– culpó a Milei por el aumento de la violencia urbana en Córdoba.
“El Presidente muchas veces genera una violencia absolutamente innecesaria. Es el que tendría que llevar paz, mesura y tranquilidad, porque no podemos pedir orden y paz social desde un discurso violento”, sostuvo Quinteros.
En la larga lista de cosas para endilgarle a Milei, se suma ahora la responsabilidad en un fenómeno que lleva décadas y que se ha agudizado en Córdoba en los últimos años, de la mano del avance narco, crecimiento exponencial del delito, deterioro de las condiciones de vida y surgimiento de actividades ilegales con la aquiescencia del Estado. Muchas de esos factores se originan en desmanejos económicos y políticos de sucesivos gobiernos nacionales, pero también hay que indagar en las gestiones del mismo signo político del que Quinteros forma parte desde hace unos meses.
Hace rato que el Gobierno cordobés busca afuera los responsables de un fenómeno sobre el que tiene la responsabilidad mayor. Será complejo rastrear las responsabilidades de Milei en lo que está sucediendo, por ejemplo, con el descontrol de las barras bravas de los principales clubes del fútbol cordobés, que están imponiendo condiciones fuera de la ley ante una pasiva complicidad del poder público.
El fuego
Como simple elemento de contexto, conviene recordar que los carteles narco que sacuden a Rosario y conmueven al país se originaron en barras de clubes.
Pero no es el único elemento de desorientación que tienen las gestiones cordobesas. En apenas tres meses, los gobiernos provincial y capitalino se vieron salpicados por sospechas de manejos de dineros públicos y otros escándalos.
El más reciente de esos episodios –el de la anulada compra de uniformes para la flamante Guardia Urbana de la ciudad de Córdoba– vuelve a poner el modo de operaciones más conocido en la falta de transparencia en el uso de recursos públicos: precios más altos que los de mercado, compra directa, empresa creada muy poco antes de la contratación y con fines difusos, propietarios de relación directa con funcionarios. En ese caso, se les fue la mano porque le terminaron comprando a un empleado que era a la vez proveedor.
Hasta hace unos días, la explicación oficialista era que había una excesiva y sobreactuada búsqueda de protagonismo de la oposición, que tiene bajo su control el desmantelado Tribunal de Cuentas de la Provincia y está en paridad en la Legislatura. Pero surge cada vez con más fuerza la hipótesis del fuego amigo. Obvio que, según dicta la física, para que haya fuego debe haber material combustible. Resta saber quiénes se encargan de la temperatura y el oxígeno.
De hecho, no es casual que algunos funcionarios hayan dejado asentadas por correo electrónico ciertas observaciones sobre importantes decisiones que se tomaron en las últimas semanas.
Correos que son verdadero fuego en medio de esas señales de confusión que exhibe el poder político provincial.
