“Los periodistas tenemos la suerte de que muchas veces nos podemos dedicar a nuestras propias obsesiones”, arranca Tomás Balmaceda, quien junto a su colega Agustina Larrea acaba de publicar Antártida, historias desconocidas e increíbles del continente blanco, un libro de Ediciones B recién llegado a las librerías. La obsesión compartida por ambos es nada menos que la última gran frontera del ser humano sobre el planeta tierra, ese territorio prácticamente virgen y helado que aún hoy permanece como un gran enigma, protegido por el Tratado Antártico. Tras una exhaustiva investigación, este libro rescata las grandes epopeyas y también las pequeñas historias de quienes se animaron a habitar un territorio tan misterioso como encantador. El resultado es una guía atrapante que recorre el pasado, el presente y el futuro del continente antártico.
–¿Por qué, cuando decimos Antártida, a todos nos suena como un lugar más fantástico que real?
–La Antártida es un territorio muy “nuevo”, muy virgen. Se supone que el primer ser humano que la divisó lo hizo allá por el 1800, que en términos históricos es como hablar del día de ayer. El conocimiento real de su territorio es aún muy escaso, hay muchas partes que todavía no han sido recorridas nunca y muchas de las imágenes satelitales no tienen la capacidad suficiente para revelar los verdaderos perfiles de muchas partes de la Antártida. Todo esto lo convierte en un lugar único, por sus características geográficas y climáticas y por su fauna, que son completamente diferentes a las del resto del planeta. Uno de los dilemas al comenzar el libro fue la manera de abordarlo y de llegar a la información que necesitábamos. Así que comenzamos a realizar entrevistas con personajes que –por mucho o poco tiempo– habían habitado allí y a sumergirnos dentro de los archivos relacionados con el tema. En el aspecto de los archivos, hay que decir que nuestro país tiene una historia antártica impresionante, única en el mundo. El pasado 22 de febrero se celebró el Día Nacional de la Antártida, que conmemora la primera vez que se izó una bandera argentina en el continente blanco, en 1904. Son nada menos que 117 años ininterrumpidos de presencia nacional allí y somos la única nación que a lo largo de este último siglo no ha dejado de tener nunca un patriota, un científico o un militar en suelo antártico. Un detalle curioso, sobre todo para la gente de más de 30 años, es que hoy los chicos están aprendiendo en el colegio la correcta extensión de nuestro territorio antártico, lo que hace que el centro del país se encuentre realmente en Ushuaia y no, más o menos, a la altura de Buenos Aires, Rosario, Córdoba o Mendoza como siempre pensamos. La Antártida argentina es vastísima y, como te decía, tiene una historia realmente impresionante.
–¿Se puede hablar entonces claramente de Antártida argentina, en términos de soberanía?
–Buena pregunta. En realidad, el territorio antártico es como que es de todos y no es de nadie. El Tratado Antártico, un documento de solo 11 párrafos que establece una ingeniería diplomática increíble, logró detener lo que podría haber sido una nueva guerra a nivel mundial por “alambrar” ese pedazo virgen del planeta. El tratado logró armonizar a todos los países que tenían reclamos sobre el territorio antártico y consensuar que sea un lugar solo para actividades científicas y de paz. En los años 60 y 70 del siglo pasado hubo fuertes discusiones sobre la posibilidad de hacer pruebas atómicas y en los 90 se planteó la explotación minera y de petróleo. Pero finalmente todo eso quedó sin efecto y todos los países se comprometieron a mantener solo la parte científica. Pero, si bien la soberanía sobre la Antártida es algo relativo, un dato interesantísimo es que el primer ser humano nacido allí es argentino, se llama Emilio Marcos Palma, nació en 1978 y fue parte de un plan bastante oscuro de la dictadura militar, que pensó que el peso de la Argentina en el Tratado Antártico no era suficiente y que había que reforzarlo enviando a mujeres embarazadas para que dieran a luz allí. Obviamente que cuando la noticia trascendió se produjo un escándalo internacional. Y muchísimos médicos argentinos comenzaron a pedir que el bebé volviera de inmediato, ya que en la Antártida no hay bacterias y el nene no iba a poder generar la inmunidad que se produce tras el nacimiento, en contacto con el entorno. Así que hubo que traerlo de inmediato porque si no Emilio no hubiera podido generar anticuerpos. Una gran locura que provocó otra locura del gobierno de Pinochet, que envió parejas para que no solo tuvieran niños ahí, sino que además los concibieran en las bases chilenas antárticas. Les acondicionaron las bases –que eran como unas cabañas-containers– con luces rojas y demás, les ponían boleros… Un delirio.
–¿Qué historia o personaje te sorprendió más de las epopeyas argentinas en el continente blanco?
–Hay muchísimas, que van desde pioneros como José María Sobral hasta la actualidad. En el libro contamos una gran gesta nacional, que se llamó Operación 90, que fue la expedición de 10 argentinos que llegaron a pie por primera vez al Polo Sur, en 1965. La prensa lo cubrió en su momento como si se tratara de un reality y nosotros tuvimos el placer y el honor de entrevistar al líder de la expedición, el general Jorge Edgar Leal, cuando ya tenía 98 años. En aquella época, los chicos argentinos jugaban a ser el general Leal. Argentina no tenía astronautas como Estados Unidos y la Unión Soviética, pero sí a los héroes de la exploración antártica. Actualmente, agencias espaciales como la NASA estudian mucho lo que ocurre en la investigación antártica para entender cómo resisten las personas en climas extremos y en aislamientos prolongados. Antes de lo que fue la Operación 90, el general Leal viajó a sentar una nueva base en un proceso que pensaba que iba a durar seis meses pero acabó atrapado allí durante casi tres años, junto a cuatro compañeros de expedición. Y nos contaba que lo que más querían hacer al regresar era comer tomate y lechuga. Ni grandes banquetes ni nada de eso. ¡Algo fresco!
–Todo suena como el guión de una película...
–Es que la Antártida es un escenario misterioso por naturaleza. Y –además de todo lo que tiene que ver con su lejanía, su ferocidad y su aislamiento– la presencia humana allí también generó un sinfín de misterios: ha habido envenenamientos, asesinatos, disputas políticas y científicas y un montón de historias muy interesantes que tienen que ver con lo que significa sobrevivir en un territorio como ése, en condiciones totalmente extremas.
–Hay que tener un carácter muy particular para animarse a algo así, ¿no?
–Una cosa en la que coinciden las personas que entrevistamos es que -pese a lo que uno podría suponer- la soledad antártica tiene un costado muy atractivo. En Ushuaia, de pura casualidad, conocimos a un taxista que había sido “antártico” durante muchos años y nos contó que allí pasa algo extraño con la voz. Como no hay otros ruidos ni demasiados accidentes geográficos, la voz humana se puede trasladar por muchos kilómetros en estado de total pureza. Así que este señor salía con los perros a caminar y cantaba sin parar, cuando nunca lo había hecho antes, porque –nos decía- la sensación era increíble. Cuando volvió a Ushuaia dejó su viejo trabajo y se fue a cuidar de un campo. Se había enamorado de la soledad.