Roberto José Carmona (63), integrante del podio de asesinos seriales más peligrosos de la Argentina, viene ostentando protagonismo durante sus horas de fama al lograr escenario público en el último juicio que se le siguió por otro violento homicidio. Este 17 de mayo fue condenado, otra vez, a perpetua.
En las primeras dos audiencias que se desarrollaron en la Cámara 8ª del Crimen de la ciudad de Córdoba, el asesino que acumula cuatro homicidios despiadados eligió hacer uso de la palabra en dos oportunidades, para pronunciar frases que no ayudaron precisamente a su defensa, sino que, más vale, mostraron al personaje que pretende convertir en un mito.
El despiadado relato de Carmona sobre el crimen de Bocalón
Lejos de hacer uso de la palabra para exculparse, Carmona confesó el violento asesinato del taxista Javier Bocalón. Además, no sólo se burló de los familiares de este, sino que eligió contar detalles dolorosos sobre el modo como lo mató.
Pero tampoco pierde oportunidad para mostrar su desprecio hacia quienes tratan con él. Se burla, como lo hizo con un policía testigo al que le “tiró” un beso y le dijo “mi amor”. O con los familiares de la víctima.
Descalifica, como en el caso del abogado al que trató como si fuera un anciano.
Fanfarronea sobre sus habilidades; se jacta de sus relaciones con jueces chaqueños; discute con el presidente del tribunal que lo juzga, y se ríe si este quiere llamarlo al orden.
De personalidad psicopática, no registra culpa alguna sobre lo que dice o hace. No muestra remordimiento ante sus crímenes ni empatía con las víctimas. “¿Para qué quiere que diga si me arrepiento?”, le contestó al fiscal Hugo Almirón, y completó la idea con otras dos preguntas: “¿Eso cambia algo? ¿Voy a resucitarlo?”.
Quienes alcanzaron a analizarlo apenas inició su derrotero criminal sostienen que es extraordinariamente peligroso y señalan que es todo un riesgo dejarlo actuar. Sobre esta concepción se asienta la declaración de reclusión por tiempo indeterminado que lo tiene encerrado aunque cumpla con las perpetuas. Él y Carlos Eduardo Robledo Puch –”el Ángel”– no encuentran un juez que se atreva a darles la libertad porque, como se apreció durante la última fuga de Carmona, vuelven a matar por cuestiones triviales y sin remordimiento.
Gran seductor, siempre se las ingenió para tener buen trato con los guardiacárceles, como los del penal de barrio San Martín, de la capital cordobesa, que lo salvaron del motín de 2005, o como varios miembros del Servicio Penitenciario y magistrados chaqueños que contribuyeron a darle los beneficios de los que gozó, como la vida en una granja o las salidas transitorias para visitar a su pareja, en Córdoba.
Como muchos psicópatas, son encantadores de serpientes para lograr por las buenas sus propósitos, pero si alguien les marca el límite, reaccionan de la peor manera.
En los últimos días, muchos periodistas remarcaron, con buen tino, que Carmona es un emergente de las malas prácticas penitenciarias y de la fallida pretensión de resocializar a los delincuentes. Lo muestran como el paradigma de alguien que depende del Estado desde niño y que, lejos de encauzarse, ha perfeccionado su potencial criminal.
Acaso haya que ir más atrás, repasando su primera infancia, su pubertad y su adolescencia. Carmona fue dejado por su madre, pasó por una suerte de patronato y también estuvo en un convento. Se indica que fue abusado de niño y que terminó huyendo del sistema, con una escolarización que por esos años incluyó sólo primer grado.
También se menciona que después de cumplir 10 años comenzó su conflicto con la ley penal, y que en su tránsito por la mocedad se la pasó entrando y saliendo de institutos juveniles. Le bastó con cumplir la mayoría de edad para recibir su primera condena, de 10 años y ocho meses de prisión, por delitos contra la propiedad con uso de arma. Sólo cumplió cinco años de encierro, por “beneficios” de la alquimia penitenciaria. Era enero de 1986, y desde que salió en libertad hasta que mató por primera vez, transcurrieron sólo nueve días. La víctima fue Gabriela Ceppi, de 16 años.
Luego mató a dos compañeros de presidio, y finalmente se las ingenió para lograr las condiciones que le venían indicando que “el sistema era vulnerable” y que podía escaparse cuando él quisiera. En esa última oportunidad, demoró menos de media hora en volver a matar. Y le “tocó” a Javier Bocalón.
En esa alocada fuga, estuvo a punto de acuchillar al menos a otras cuatro personas que osaban no entregarle sus autos, como le pasó al taxista.
Este emergente de una vida de infierno no perdona a quien se le cruce o a quien él entiende que le hace pasar alguna adversidad. Todo aquel que se le interpone o se le opone es eliminado, sin más.
