A la par de tanto robo, drogas, violencia urbana y tanta arma suelta, hay un preocupante fenómeno social que late, crece y se reproduce en varios barrios de Córdoba: los ataques contra policías por parte de vecinos, sobre todo jóvenes, y la reacción de los de azul como respuesta.
Esta realidad no es nueva. Desde hace años, uniformados y móviles reciben pedradas (y hasta disparos han “ligado”) en noches y madrugadas en distintos puntos de la capital provincial.
No obstante, la situación está virando a algo más serio.
De manera sistemática, numerosos operativos policiales terminan con efectivos heridos a cascotazos, patrulleros apedreados y comisarías que reciben ladrillazos y bombas molotov.
Los casos no dejan de repetirse y potenciarse, en una secuencia sin freno. Los heridos, en su mayoría, vienen siendo policías.
En paralelo, recrudecen los casos de uniformados que son golpeados, embestidos y arrastrados por conductores en controles ruteros. Algunos son narcos en fuga; otros, ladrones que buscan escapatoria; otros son sujetos violentos y a veces drogados, que no toleran una multa.
Todo conforma un combo que se extiende, recrudece y parece replicarse como efecto contagio.
La alerta está encendida. La preocupación es alta en muchos despachos estatales y judiciales, sobre todo porque se teme que todo trastoque en tragedia en algún momento.
Los ataques contra policías no son exclusivos de Córdoba. Esta realidad se replica desde siempre en varios puntos de la Argentina y hasta en otros países.
Pero en Córdoba las agresiones no son derivaciones, como antes, de desbordes en marchas sindicales o de protestas gremiales o por jubilaciones magras. Ni siquiera por marchas de la gorra.
Una fiscalía fue asignada para investigar e ir contra todo aquel que atacara blancos policiales. Ya hay resultados: 10 condenados y 90 detenidos en pocos meses. El fiscal Raúl Garzón va por más.
Desde Jefatura de Policía remarcan que ya hubo 72 efectivos heridos en 17 meses sólo en Capital. Aseguran varios jefes que, detrás de esa violencia, muchas veces está el consumo de drogas. Un reconocimiento tácito al avance narco en los barrios. En ese combo, para peor, cada vez hay más chicos que toman un ladrillo.
Juan Pablo Quinteros, ministro de Seguridad, viene condenando estos ataques, defiende a su Policía y hace un llamado de alerta para evitar que esto se desmadre.
El ministro va a los operativos. En la Justicia toman esa presencia, y la de altos comisarios, como una forma de controlar que a ningún efectivo se le “vaya la mano” y cometa una locura.
De todos modos, la reacción policial ya tuvo su primer exceso: con un balín de gas pimienta, un policía le sacó un ojo a una joven en barrio Zepa.
Desde la fuerza, varios dijeron: “Ella estaba lanzando piedras y se opuso a una detención”. Como si eso justificara el balazo a quemarropa de un policía que debería estar capacitado. Ese oficial será imputado.
Ahora, ¿qué hay detrás de toda esta realidad?
Por un lado, están los policías atropellados en controles. Un sinónimo claro de la pérdida de respeto a una autoridad que, por cierto, hizo mucho para que se le perdiera ese respeto.
En estos años, la fuerza policial se ha cubierto de grandes manchas y descrédito con tanto uniformado delincuente y tanto exceso. Pero eso jamás puede ser justificativo para atropellar a uno. Vivimos tiempos tan violentos y enfermos que parece mentira aclarar obviedades.
Respecto de las pedradas y de las molotov, desde Gobierno insisten en que estas reacciones se deben a la violencia y a que la Policía se mete más a ciertas zonas para atrapar ladrones, y en ese marco algunos reaccionan.
Otros señalan que la pedrada contra un azul es la descarga de alguien hastiado de la autoridad.
Otros entienden que esta realidad tiene más que ver con crisis de valores, con un resquebrajamiento de la sociedad y con una violencia exacerbada.
Desde la Justicia, reconocen que la violencia crece en muchas barriadas, que los límites del orden se están borrando y llaman a la prudencia.
El riesgo también está allí: en la reacción de algunos uniformados en la noche profunda, en zonas complejas, cuando nadie mira.
Como si esta situación no fuera lo suficientemente seria, ¿hace falta plantear qué pasaría si alguien ajeno a todo resulta herido o muerto? ¿Qué sucedería? ¿Qué diríamos? ¿Hay personas que merecen ser lastimadas y otras no? ¿A este punto hemos llegado?
Se está jugando con fuego; y no sólo con el de las molotov.
Hay una violencia que parece que llegó para quedarse. Hay una mecha prendida y el temor de que todo termine en una tragedia sin vuelta atrás.
