Córdoba tiene varias, demasiadas heridas abiertas. Heridas que nacen de manera abrupta, se agravan y se extienden con el paso del tiempo. Sobre todo con la impunidad.
Silvia Mayra Apaza (31) se convirtió en otro sinónimo de la impunidad en la provincia de Córdoba.
Esta mujer fue asesinada de un balazo en la cabeza a manos de dos motochoros que la abordaron y la asaltaron de madrugada en plena calle, a metros de la plaza del barrio Congreso, en la franja sur de la Capital provincial. Este jueves se cumple un año de aquel salvaje asesinato.
Por esta dolorosa historia no hay detenidos, ni imputados, ni sospechosos claros y concretos.
Desde la Policía de Córdoba señalan que el homicidio sigue siendo investigado y que nunca “se bajaron los brazos” para identificar y atrapar a los verdaderos asesinos.
La causa prosigue en manos del fiscal de instrucción Tomás Casas, el mismo funcionario judicial que, recientemente, recibió duros cuestionamientos tras liberar al automovilista que, con 2.07 de alcohol en sangre, mató a dos personas (y dejó herida a otra) tras chocar a alta velocidad y en la banquina a dos autos detenidos en la Circunvalación.
Silvia Mayra Apaza era jujeña, tenía 31 años y hacía un par de años que se había instalado en Córdoba para estar cerca de sus padres. En la Capital formó pareja con Ricardo y tuvo dos hijos.
Hace un año, Silvia tenía dos grandes problemas.
Por un lado, el dinero no alcanzaba en casa, sobre todo porque el otro pilar –su marido– se había quedado sin trabajo en la construcción, producto de la cuarentena estricta.
El otro serio problema es que el auto, que habían podido comprar, se había descompuesto y no alcanzaban los ahorros para el taller.
Silvia no iba a dejar de trabajar.
Aquel miércoles 10 de junio de 2020, madrugó más temprano que de costumbre para tomar el colectivo que la llevara hasta la clínica, en barrio Villa Urquiza.
Allí cumplía con su trabajo de empleada de limpieza.
Con las calles convertidas en “boca de lobo”, producto de la falta de alumbrado y sin móviles policiales patrullando, comenzó a caminar hasta la parada del colectivo.
Iba con una bolsa de nailon donde llevaba un táper con el almuerzo, una campera y una autorización por si algún policía la controlaba.
Eran las 5.30 de la madrugada. Nunca llegó a la parada.
Unos vecinos, que a esa hora iban caminando a 50 metros rumbo a sus trabajos, escucharon un potente disparo. Luego, vieron pasar una moto con dos hombres.
Cuando se acercaron a ver qué había pasado, Silvia ya estaba muerta. Había recibido un tiro en la sien.
Si la joven madre se resistió al asalto o si quiso escapar no se sabe. A la luz de los resultados, no importa.
Los motochoros escaparon a toda velocidad, llevándose la bolsa de nailon. No pudieron robar más.
Al cabo de un rato, la esquina de calles Curazao y Río Pinto quedó acordonada y repleta de policías, tanto de uniforme como de civil, y de decenas de peritos judiciales en busca de pruebas, rastros, testigos.
Esa misma tarde, decenas de vecinas y de vecinos, conmovidos e indignados por el asesinato y, sobre todo por la ola de inseguridad en la zona, marcharon en reclamo de justicia y de seguridad.
La seguridad apareció en forma de patrulleros por algunos días. La Justicia no llegaría a dar respuestas.
Un “perejil” preso
La “gran” noticia llegó a los medios de prensa a los pocos días.
De manera grandilocuente, las por entonces autoridades policiales informaban que había caído “uno de los principales sospechosos” de haber participado en el asesinato de Silvia. Era un hombre de 48 años y con pasado carcelario.
Se indicó que era un “pesado delincuente” que vivía en barrio Acosta y que, junto a un cómplice, había estado horas antes (y después) en una fiesta con mucha cocaína.
Para dar con él, los policías se habían valido del testimonio de un vecino que aseguraba, una y otra vez, que había escuchado una “confesión” por parte de ese sujeto.
El sospechoso fue detenido y el fiscal Casas llegó a imputarlo por homicidio en ocasión de robo.
Sin embargo, como un castillo de naipes, la causa se vino abajo a las pocas horas por el caudal probatorio: era absolutamente inexistente.
Los pesquisas determinaron que, al momento del crimen, el principal sospechoso estaba en otro lugar, en otra situación y con otras personas. No tardó en quedar en libertad.
Además, el “testigo clave” comenzó a desdecirse. Pronto, quedaría imputado por falso testimonio.
El fiscal Casas nunca más volvería a hablar oficialmente del caso, pese a las reiteradas consultas.
Desde la fiscalía se convocó a trabajar a un equipo especial de la División Homicidios de la Policía.
Los pesquisas, según señalarían fuentes con acceso a la causa, pusieron la lupa obre algunos delincuentes e identificaron a posibles sospechosos de la misma zona. Se barajaron nombres, apodos, facciones.
Sin embargo, los meses fueron pasando y lamentablemente se llega al año con los asesinos sueltos.
Silvia estaba casada con Ricardo Calisaya, quien quedó al cuidado y crianza de tres chicos: dos que eran de la relación con la mujer y otro varón de una pareja anterior.
“Les pido a los que están trabajando en esto que no bajen los brazos. Pido justicia. Tengo que hacer fuerzas para mantenerme de pie por mis hijos. Por ellos. Pero no dejo de pedir justicia y que atrapen a los verdaderos asesinos de mi mujer”, supo decirle este hombre a La Voz.
“Quiero que den con el responsable que me dejó solo”, añadió.
Quebrado por el dolor y la impunidad, el hombre prefiere guardar silencio en la actualidad.
“No se imagina la desolación que se siente con el crimen de Silvia y ver que no pasó nada. Que la causa está en la nada. Nunca cayeron los asesinos. Da mucha pena, mucha desolación, mucha tristeza...”, dijo Nelly, una prima de la víctima.
Ricardo, el viudo, le pidió trabajo abiertamente al Gobierno de Córdoba. Fue a través de una carta. Fue para sostener el hogar.
Nunca recibió llamado alguno.
