El 15 de diciembre pasado, hubo otro de los tantos robos que, a diario, se registran en barrio San Vicente, zona sudeste de la ciudad de Córdoba. Esa vez me tocó padecer el hecho en primera persona.
En mi ausencia, desconocidos rompieron una ventana de mi domicilio y se llevaron una laptop valuada en al menos $ 2 millones que usaba para trabajar, entre otras cosas.
No era la primera vez que sucedía: a mediados de 2024 ya había sufrido un robo de características similares. Aquella vez entraron por otra ventana del domicilio. Y aquella vez también había hecho lo que hice en diciembre apenas me enteré del infortunio: hacer la denuncia ante la Justicia.
La primera vez lo hice a través del Ciudadano Digital, en el portal del Ministerio Público Fiscal.
Cuando meses más tarde, ante la ausencia de una copia de la exposición, fui a pedir la constancia en la unidad judicial, me explicaron que ya no podía hacerlo.
La excusa fue vaga: había transcurrido demasiado tiempo y no contaban con el registro, a pesar de que tenía en mi poder el número de expediente. Si quería una constancia, tenía que hacerlo nuevamente.
Ya no recordaba los detalles del suceso, y todo quedó en la nada.
En muchos barrios de Córdoba advierten que las víctimas de robo no denuncian.
Según cifras oficiales, la cantidad de denuncias se redujeron sensiblemente en 2024. Referentes barriales aseguran que nunca se recuperan los objetos sustraídos. En los centros vecinales, hay acciones de concientización.
Esta segunda vez fui todavía más allá: me presenté en la unidad judicial correspondiente y pedí hacer la denuncia. Era domingo y me miraron con cara de “pocos amigos”.
Me explicaron que había poca disponibilidad para recibir la exposición. Dije que esperaría, lo cual terminé por no hacer transcurridas unas dos horas de espera.
Volví al otro día, porque tenía la descripción física de los presuntos responsables del robo. Era lunes y todo parecía marchar con agilidad.
Recuerdo que compartí la sala con una mujer a la que habían encerrado en el baño para robarle su celular y unas llaves en barrio Maldonado, a pocas cuadras de mi domicilio. Estaba en estado de shock.
Luego de tres horas de espera, escuché mi apellido: “Calderón, su turno”. Con amabilidad, un empleado del Ministerio Público Fiscal tomó todos mis datos, que volcó en una puntillosa denuncia.
Al cabo de cinco horas, había terminado la exposición. Me sentí bien conmigo mismo: tal vez esto servía para recuperar mi herramienta de trabajo y evitar que este tipo de hechos se siguieran multiplicando.
Al otro día se comunicó conmigo un agente de la Policía, quien iba a llevar a cabo la investigación. Sobre lo que ya había denunciado, escuchó nuevamente el relato sobre las características físicas de los presuntos responsables del robo.
Me explicaron los pasos que seguirían. Me preguntaron si había podido geolocalizar los elementos tecnológicos que habían sido robados, pero eso no había sido posible.
Pasaron los días hasta la actualidad y no he vuelto a tener novedades sobre la investigación. Es lógico: la Policía y sus detectives deben afrontar cada día un sinnúmero de problemáticas vinculadas a delitos.
Pero lo cierto es que aquellos días (una noche y una mañana enteras) dejé de lado ocupaciones serias y fui a hacer la exposición porque disponía de algunos detalles físicos y geográficos que, creí, podían servir para resolver este problema.
El segundo día en el que estuve en la unidad judicial, recuerdo, otras víctimas de robo que se encontraban en el edificio decían lo mismo: “Hacer la denuncia no tiene mucho sentido, porque nunca te devuelven nada”.
Tengo en mi poder el comprobante del robo más reciente y la tranquilidad de haber hecho lo que se pide. Tal vez, más adelante me llegue la noticia de que al menos atraparon a quien lo hizo.