Siniestro. Espeluznante. Fétido. Espantoso. Cuántos términos brotan para calificar lo incalificable: tres chicas sometidas a lo peor de la oscuridad humana.
Impacta, duele, aterroriza. Pero no debiera sorprender.
Argentina se paraliza y se conmueve, por estas horas, por los tremendos casos de Morena, Brenda y Lara, torturadas y asesinadas tras haber sido engañadas por una banda de seres humanos, como ellas. Porque los criminales y quienes orquestaron todo no son animales ni monstruos. Son humanos. O alguna vez lo fueron.
Los primeros datos de la causa dan cuenta de que las chicas fueron víctimas de un capo narco en plan venganza. Porque eso hacen los narcos: “hacen su trabajo”. Lo llaman “trabajo”. Y si les parece, matan u ordenan hacerlo. Muchas veces, de manera calamitosa. Es un mensaje.
En medio de todo este espanto, la violencia de género que no frena. Mujeres víctimas, carne de cambio, de la barbarie machista. La misma que la justifica. “Les pasó porque algo hicieron”. Un razonamiento demencial.
A esto hemos llegado en Argentina. Son años y años y años de políticas erráticas.
El espanto de las tres jovencitas es, por ahora, el peor y más brutal caso criminal vinculado al narco actual de la Argentina.
Un narco que hace tiempo –largo tiempo– se asentó, se extendió, se complejizó, supo invertir, logró cooptar voluntades y viene tejiendo tentáculos, en medio de un aparato estatal y una Justicia que dicen que hacen pero no terminan de hacer lo que dicen que hacen.
No hay que caer en la trampa: no se trata sólo de narcos peruanos, colombianos, mejicanos, ecuatorianos... Aunque estén.
Los tenemos argentinos, bien argentinos y ya dispuestos a todo.
La narcoviolencia nativa y foránea ya sembró espanto y horror en Buenos Aires.
La narcoviolencia nativa y foránea también ya sembró espanto y horror en Santa Fe, con Rosario a la cabeza.
¿Y Córdoba? Sin el nivel de violencia de sus provincias hermanas, Córdoba no debe hacerse la distraída ante el espanto de la narcoviolencia.
Muchos han olvidado que, no hace tanto, una banda mandó a ahorcar a una nena como mensaje a su mamá, en barrio Müller de la capital provincial. Un barrio próximo a Colonia Lola, donde otro niño murió de un balazo de FAL, al quedar en medio de un asalto entre narcos. Barrios que integran un conglomerado conocido como “la 5ª”, donde narcos locales aprendieron a librar una batalla con otros narcos y a ejecutar su negocio.
El mismo negocio narco que otros grupos supieron ejecutar, en paralelo, en una multiplicidad de puntos complejos distribuidos por la Capital cordobesa.
En estos años, Córdoba viene siendo escenario de innumerables episodios de violencia narco que dejaron muertos, heridos y numerosas familias destruidas (y aterrorizadas).
Córdoba, a todo esto, supo padecer la violencia que capos narcos peruanos ejecutaron hasta hace muy poco en Capital: hubo narcosecuestros, ajustes, venganzas a plomo y un par de asesinatos a pocas cuadras del Centro.
No hace tanto, se llegó a que un joven peruano fuera secuestrado en la cárcel de Bouwer por un grupo de argentinos que reclamó rescate.
Pero lo que hemos tenido (y tenemos) en Córdoba es una violencia narco autóctona ejercida por cordobeses. Varias veces, con vínculos rosarinos.
Es una violencia que nunca dejó de extenderse a plomo.
Qué decir de aquel joven que, por deber dinero a un narco, terminó acribillado y embolsado en Capilla de los Remedios.
O ese dealer ejecutado de 10 balazos y tirado en un basural en barrio Newbery.
O aquel otro dealer emboscado, ejecutado, calcinado (y cuya obra criminal fue filmada con celular cerca de barrio Yapeyú) por orden de pesados presos en Cruz del Eje.
Porque en Córdoba, con tanto celular en pabellones, muchos narcos siguen digitando todo. Todo. Sobre todo, el negocio; sobre todo, las venganzas.
No hace tanto, la Policía desarticuló un grupo armado con fusiles, pistolas y chalecos antibalas que, según la Justicia, hacía “trabajos por encargo” a pedido de narcos presos en Córdoba.
A veces, eran venganzas a balazos contra otros narcos. A veces, contra vecinos, por no querer guardar drogas. A veces, los mensajes incluían bombas molotov y escopetazos.
En varios barrios de Córdoba, además de haber aprendido a ejecutar sus negocios y extender sus tentáculos, muchas bandas narco aprendieron aquello de meter miedo y bala contra vecinos para que no abran la boca, para que cedan sus casas a fin de guardar drogas, o para que se vayan del barrio.
Es cierto: hay una diferencia abismal con la narcoviolencia de Rosario y el Conurbano. Pero eso no es ni puede ser consuelo jamás.
Mientras tanto, buena parte de la sociedad parece no reaccionar a esta realidad.
Parece verla como algo ajeno, lejano, distante. Casi como que le diera la espalda.
Casi como que pensara que le sucede a otra sociedad y que nunca le va a tocar. A lo sumo, se conmueve cuando esa violencia narco mata “por accidente” a alguien ajeno a todo, como un niño. Como si hubiera víctimas “merecidas” y víctimas por “accidente”.