Cruda realidad de estos tiempos, todo indica que el fenómeno llegó para quedarse. Surgido en los últimos años, el proceso de retroceso social emergió, se instaló, comenzó a crecer y hoy se retroalimenta y avanza a paso firme. La violencia urbana es la principal causa de muerte (y de intentos de muertes) intencional por estos lados. Y no hay atisbos de que frene, mientras sigue detonando familias.
El muestrario es amplio, vertiginoso y causa zozobra. Lo peor, quizá como ya sucede con los siniestros viales del tránsito, es que quizá ya comenzamos a naturalizarla.
Hoy, la violencia urbana respira y se respira en Córdoba.
Hace un puñado de horas, en un punto de la Capital, un automovilista bajó de su coche, corrió y mató a otro de una puñalada en el corazón. En otro barrio, otro enajenado persiguió y baleó a otro conductor tras una discusión por el estacionamiento, al tiempo que otro apuñaló a una mujer tras un roce en un semáforo.
Hace pocas horas también, en otro rincón de la Capital, un hombre murió tras una lluvia de piedras lanzada por una familia contra su casa. Y una mujer recibió en el rostro uno de los balazos disparados por una pandilla que perseguía a otra para vengarse. Una chica, en tanto, fue apuñalada en un baile por querer frenar una pelea ajena.
Horas atrás, en esta secuencia de locura, unos matones armados llegaron en moto a una plaza repleta de familias y balearon en el pecho a un joven, mientras que en otra esquina dos patotas se enfrentaron a tiros y pedradas frente a un ómnibus con pasajeros. Y una horda atacó a chicas y chicos a la salida de un boliche. Y una policía fue patoteada en una comisaría por una pandilla que intentó robarle arma y chalecos antibalas…
Así van los casos, unos tras otros, en una frenética escalada que arrancó hace tiempo y que parece haber vuelto a eclosionar. Peleas, peleas tras peleas; ajustes, ajustes tras ajustes; venganzas, venganzas tras venganzas.
A veces es por droga. A veces, por dinero o tras un robo. A veces, porque “no me gusta tu cara” o “lo que hiciste” y no encontré otra forma de resolver el conflicto que con un “fierro” o una “punta”.
Ya no importa la excusa; ya no importa qué detonó todo. En el fondo, todo es producto de esta crisis social que emergió y en la que chapoteamos.
La solución a los conflictos parece no correr ya por la palabra. Encuentra oxígeno allí, en ese insulto, en esa arremetida a golpes, en ese puntazo, en aquel balazo, en ese ataque en patota. Y se extiende en una espiral que detona tarde o temprano en nuevos episodios.
Y así seguimos. Vidas frenadas. Hogares pulverizados.
En ese torbellino de debacle social, se exigen respuestas a una Policía que no atina a hacer pie y que, a su vez, tantas veces ha dado muestras de su propia violencia: la institucional. Y se mira a la Justicia, que, por acción o inacción, tantas veces llega tarde, si es que llega. En todo esto, el Estado promociona que hace y dice que hace, mientras que en muchas barriadas la realidad es otra.
Para peor, en tantas escuelas –nuestras últimas trincheras antes del abismo– se respira, se vive y se padece buena parte de esa misma violencia que debería torcerse.
Córdoba no deja de sacudirse ante una violencia urbana que vive una escalada frenética.
En esta realidad, nuestros pequeños no dejan de mirar todo.
