Todo comenzó cuando unos años atrás mi marido, harto de escuchar a un colega sobre su capacidad para reconocer la calidad de los vinos, compró uno de los Malbec argentinos más caros y reemplazó su contenido por otro de menor precio aunque de buena calidad.
La botella quedó sobre nuestra mesa de “pocos conocedores” de vino, mientras el vino se decantaba. Al segundo sorbo, su colega estalló en halagos y la mesa en la discusión más rica sobre vinos que recuerdo.
Todos habíamos ido alguna vez a un evento de vinos y habíamos aprendido los cinco conceptos básicos: mirar, remolino, oler, sorbo, saborear. Pero para perfeccionar nuestra apreciación debemos tener en cuenta que el sabor también está en nuestro cerebro. Ahí fue cuando me dije: debo investigar y escribir sobre esto.
Si bien los atributos del vino que saboreamos están presentes, son perceptualmente inexistentes hasta que hayan sido interpretados por nuestros sentidos. Una teoría que aplica no sólo al vino.
Beber con los cinco sentidos
Vista, gusto y olfato son tres de los sentidos que se estimulan al beber. Esto nos deja dos sentidos que rara vez asociamos con el vino: el oído y el tacto. Ignorarlos es un gran error.
¿No nos encanta el ruido de la botella de champán al descorchar? ¿Y el ruido del vidrio al chocar los vasos para celebrar?
Más importante aún: lo que una persona ha oído hablar de un vino por lo general influye en su percepción. La industria de la publicidad del vino depende de este aspecto, de la apreciación del vino.
En cuanto a ese quinto sentido, el del tacto, también es de importancia crítica para la forma en que percibimos el vino, no a través de nuestros dedos sino por los sensores del tacto en la boca y la garganta. Si no hemos podido sentir el vino en la boca, nuestra experiencia no es completa.
El papel que juegan nuestros sentidos en la atracción por un vino ha sido tema de generaciones de escritores, críticos y poetas. Pero se han olvidado del cerebro –este complejo órgano en el cual se procesa toda la información sensorial–, ya que no nos limitamos a degustar con nuestros sentidos, también lo hacemos con nuestra mente. Algo que ocurre a menudo y de lo que ni siquiera somos conscientes.
Ambos –nuestros sentidos y nuestro sentido común– pueden ser manejados por factores que se originan en lo que sabemos o lo que creemos saber sobre el vino que bebemos.
Averiguar cómo funciona nuestra mente en dominios tan complejos como la evaluación de los vinos, que son, entre otras cosas bienes económicos, es tema de la neuroeconomía.
Experimento neuroeconómico
¿Cómo se estudia la relación entre la preferencia de los consumidores y el costo del vino? Los neuroeconomistas suelen configurar lo que denominamos “experimentos ciegos”.
En estos estudios, las personas evaluadas no son conscientes de los parámetros del experimento. Por ejemplo, un grupo de investigadores de la Escuela de Economía de Estocolmo y de las universidades de Harvard y Yale realizaron un experimento doble-ciego, donde tanto el sujeto como los experimentadores desconocían los parámetros que intervenían en el estudio.
Trabajaron con un grupo de seis mil personas que incluía bebedores de vino expertos, casuales e inexpertos.
El experimento era muy simple. Se les pidió que degustaran una sucesión de vinos y que les dieran un rango: malo, bueno, muy bueno y excelente.
El costo de los vinos oscilaba entre 10 y 150 dólares, y quienes degustaban los vinos desconocían los precios.
Si usted es como yo, un comprador promedio de vinos, tal vez hubiera esperado que el precio del vino se correlacione con su calidad.
La cosa no fue tan simple. Lo que se encontró fue justamente lo contrario: una correlación negativa entre precio y clasificación global del vino. Es decir, los individuos en promedio disfrutaron menos los vinos más costosos. En el caso de los expertos, la cosa cambia: precio y disfrute van de la mano.
¿Nos quedamos con esto? ¡Claro que no! Vamos a explorar un poco más.
Marcados por las marcas
Uno de los primeros estudios en demostrar activación de la corteza medial prefrontal por el conocimiento de la marca fue realizado comparando bebidas familiares, Coca-Cola y Pepsi.
Publicado en
Neuron
en 2004, Samuel McClure –un pionero de la neuroeconomía y autor del trabajo– interpretó esta activación cerebral como una evidencia de la recuperación de la información que nuestro cerebro guarda sobre una determinada marca y que reaparece durante la experiencia de consumo.
Antonio Rangel es profesor de economía en el prestigioso Instituto de Tecnología de California (Caltech). Su grupo estudia las bases neurobiológicas y computacionales de la etapa de valoración en la toma de decisiones, utilizando herramientas de la economía experimental y de la neurociencia cognitiva.
Rangel y su grupo de neuroeconomistas lanzaron un mecanismo más relacionado a los efectos del
marketing
y a como este afecta la toma de decisiones.
A pesar de la importancia y la omnipresencia del
marketing
, es muy poco lo que se conoce acerca de los mecanismos neurales que este utiliza para desviar la elección de una persona.
La propuesta de Rangel y su grupo consistía en que los cambios en la comercialización –tales como incrementos en el precio de un producto– afectaban las representaciones neurales de las experiencias placenteras.
Para poner a prueba esta hipótesis examinaron la dinámica de preferencia en función del costo y las regiones del cerebro que controlan tales preferencias. Para localizar estas áreas utilizaron imágenes de resonancia magnética funcional.
Cuando se realizan estudios sobre los juicios del gusto con esta metodología, el experimento se complica, ya que el sujeto tiene que estar completamente inmóvil, por lo que los investigadores idearon un sistema de tubos y bombas para administrar el vino en la boca de los que se prestaron a “sufrir” esta prueba.
El experimento tenía un tercer objetivo: identificar si el conocimiento de los precios afectaba la percepción del gusto.
Utilizaron Cabernet Sauvignon de tres viñedos diferentes: un vino costoso, un intermedio y tres muy baratos. Seleccionaron jóvenes (de 21 a 30 años) que gustaban del vino tinto y eran bebedores ocasionales.
Una vez colocados en la máquina de resonancia magnética y conectados a los tubos, les dijeron que iban a degustar cinco tipos diferentes de Cabernet Sauvignon. Para cada una de las ofertas se les iba diciendo el costo del vino del siguiente modo:
El precio original verdadero era 90, 10, 35, 5 y 45 dólares, respectivamente, mientras que el precio expuesto al sujeto era 90, 90, 35, 5 y 5 dólares.
Luego se les dio de beber en una secuencia predeterminada y por una cantidad fija de tiempo. A continuación, respondieron un cuestionario sobre su preferencia.
El experimento les confirmó a los científicos que conocer el costo del vino era un factor de peso en la elección del vino preferido. A mayor costo, más subjetivo era el relato sobre el placer al saborear el vino.
Misteriosa corteza
Pero la verdadera revelación fue la hiperactivación de una región del cerebro llamada corteza orbitofrontal medial. Esta activación ocurrió en todos los sujetos en el momento en que estaban realizando su elección.
Parece que todos usamos la misma parte del cerebro para tomar decisiones sobre el vino, al menos cuando de dinero se trata.
La corteza orbitofrontal es un área de la corteza prefrontal que debe su nombre a la posición donde se encuentra: justo por encima de las órbitas oculares.
Se describe como corteza gustatoria secundaria una estructura en la que se encuentra representado el valor de la recompensa por el gusto y el olfato.
Es una estructura algo misteriosa que no conocemos demasiado.
En estudios de neuroimágenes, se encontró que ciertas áreas de esta corteza se activan por el tacto placentero o doloroso, por el gusto y el olfato, y por reforzadores más abstractos, como el ganar o perder dinero.
La neurociencia actual nos dice que esta región participa en la decodificación y la representación de algunos reforzadores primarios, tales como el gusto y el tacto, y en controlar y corregir conductas relacionadas con la recompensa o el castigo, lo que se relaciona de modo directo con las emociones. Por lo que esta parte de la corteza codificaría la experiencia placentera durante una prueba experimental como la del vino.
Puesto que la corteza orbital se activó más con los vinos más caros que con los baratos, se demuestra –según Rangel– que el aumento del placer fue real, aun cuando los productos eran idénticos.
Las acciones de
marketing
pueden entonces modular las representaciones neurales de experiencias placenteras.
Algunos restaurantes hicieron del fenómeno virtud. En el restaurante Pétrus de Gordon Ramsay, en Londres, la lista de vinos incluye un Château Latour Premier Grand Cru Classé de 1899 que cuesta 12.500 libras (casi 260 mil pesos).
Factores psicológicos
Los experimentos de Rangel eran un buen comienzo. Sin embargo, los sujetos eran relativamente jóvenes y novatos en la cata de vinos, y es legítimo preguntarse si un experto conocedor de vinos podría haber sido engañado de la misma manera.
Lamentablemente este estudio no se ha realizado aún, al menos no con una máquina de resonancia magnética funcional. Es bastante probable, de acuerdo con la literatura vigente, que el conocimiento previo sea, para la mayoría de la gente, un factor significativo cuando se trata de apreciar un vino.
La psicóloga Antonia Mantonakis (Brock University, Canadá) y sus colegas examinaron estas nociones preconcebidas desde otro ángulo, pues ellos estudian los factores psicológicos que afectan la conducta del consumidor.
Antes de dar a degustar el vino, los investigadores “plantaban” en la mente de las personas evaluadas el concepto: “Fue una experiencia placentera” o “Me sentí descompuesto”.
Si los sujetos recordaban sus experiencias previas de una o de la otra manera era irrelevante para su experimento, ya que casi todos los bebedores de vino hemos tenido alguna vez ambos tipos de experiencias.
Lo que de verdad importaba en este caso era la insinuación inicial que se les presentaba. Y el resultado tal vez fue lo que se esperaba: las personas que recibían la sugerencia positiva eran más influenciadas por ella y consumían más vino que aquellas que habían recibido la negativa.
Como Mantonakis es asesora de bodegas y de vendedores minoristas de vinos y dado que las respuestas de los catadores eran afectadas por factores externos, la recomendación fue que si querían incrementar las ventas debían tratar de inducir en la mente de sus clientes las asociaciones más placenteras y agradables posibles, algo que no nos sorprende en absoluto.
Los neuroeconomistas también demostraron mediante la experimentación algo que siempre estuvo sobreentendido desde la experiencia anecdótica. Nuestra percepción del vino no sólo es influenciada por lo que hay dentro de la botella, sino también por la forma y el color de la etiqueta.
Aunque ambas variables afectan la elección del consumidor, los colores de las etiquetas son menos importantes que sus formas, o las formas impresas sobre ellas.
Las etiquetas más exitosas son las marrones, amarillas, negras o verdes y sus combinaciones, con patrones rectangulares o hexagonales.
Sorpresivamente, en este tipo de experimentos no se encontró una correlación entre el costo del vino y la preferencia de etiqueta.
Manipulaciones
Con toda esta información neurocientífica, los anunciantes están aprendiendo más y más sobre cómo influir en nuestras decisiones sobre vinos, dando lugar a formas cada vez más sutiles de llevarnos a comprar sus productos.
¡Hay que estar en guardia! Porque está claro que la forma en que uno experimenta un vino puede ser manipulada por una serie de factores, algunos de los cuales nos pueden parecer irrelevantes. ¡Mantonakis y su colega Bryan Galiffi llegaron incluso a demostrar que los consumidores tienden a preferir los productos de bodegas con nombres difíciles de pronunciar!
La buena noticia es que si usted se educa sobre vinos y usa este conocimiento como un estándar al probar uno nuevo, con el tiempo será capaz de juzgar su calidad con precisión y sin manipulaciones externas.
Conocimientos fundamentales
La señal de una experiencia placentera tiene un rol central en la neuroeconomía. El cerebro podría computar una experiencia agradable de un modo mucho más sofisticado que las simples propiedades sensoriales (es decir, las propiedades moleculares) de lo que se está consumiendo y el estado del consumidor, ya que involucraría integrar las propiedades sensoriales reales de lo que se consume con las expectativas acerca de cuán bueno debería ser. Esto podría ser adaptativo para el cerebro.
Segundo, hay un impacto, sin dudas, en la economía. La experiencia placentera es un componente importante de lo que se conoce como la utilidad experimentada, que es el término económico para definir algo tan subjetivo como “el bien estar”.
El trabajo de Rangel nos muestra que contrario a la visión económica estándar, la experiencia placentera depende de propiedades que no son intrínsecas del producto como, por ejemplo, el precio de venta.
Por último y con respecto al marketing, aunque hay muchas evidencias conductuales de que ciertos movimientos del
marketing
tienen éxito cuando se trata de influenciar una experiencia placentera, nunca se había podido demostrar que dicha experiencia podía modular las representaciones neurales de esta señal.
De hecho, parece ser que los cambios en los precios afectan las representaciones de la utilidad experimentada, pero no la codificación en la corteza gustativa primaria de las propiedades sensoriales del gusto.
Al beber un sorbo de vino, tus cinco sentidos se ponen en funcionamiento
Un gran vino es capaz de entregar una de las más ricas experiencias sensoriales multidimensionales que puedas tener; también, lamentablemente, una de las más caras.
Si eres capaz de clasificar o describir el color, la claridad, el olor, el sabor y la sensación al saborearlo, el producto final, inevitablemente, se resume en una sola cosa: el precio.
Aunque el precio y las expectativas van de la mano, el precio y la calidad no siempre lo hacen. Es un mercado confuso.
Críticos y puntajes
Así que no es de extrañar que se haya generado toda una industria en torno a la evaluación sensorial del vino para asistir no sólo en su producción, sino también en su consumo.
Érase una vez, en que los mejores críticos de vino eran británicos.
Eran, por lo general, los estetas quienes celebraban el vino como parte de una experiencia total de vida. Ellos tendían a describir los vinos que evaluaban en términos estilísticos y relativamente abstractos: un vino era aristocrático, moderado o voluptuoso.
Con el tiempo, comenzaron a calificarlos mediante la concesión de estrellas (por lo general, entre una y cinco), y luego, cuando la industria se volvió un poco más específica adoptaron una escala del uno al 20.
Luego, vinieron los estadounidenses, encabezados por Robert Parker, quien impuso un vocabulario diferente e inventó una escala de calificación de vinos entre 50 y 100 puntos.
Aunque la escala numérica le da a la puntuación de los vinos un aura de objetividad e imparcialidad, como seres humanos Parker y sus colegas siguen siendo criaturas de preferencias. Valorar algo tan diverso como el vino de esta manera es un poco como preguntarle a alguien que evalúe rojos y verdes con la misma escala de preferencia. Se puede hacer, pero dónde se ubique cada tono de color dependerá en su totalidad de cuál le atrae más al espectador.
Aun así, hay suficiente acuerdo sobre lo que hace a un vino excelente, o mejor que otro, es decir que una diferencia de varios puntos entre dos vinos significa por lo general que la mayoría de la gente apreciará el de mayor puntuación.
De modo que la escala de puntuación de Parker fue adoptada rápidamente y el comprador de vino ya no tenía que descifrar la descripción lírica de un crítico para decidir si le gustaría o no un vino. Ahora era tan simple como elegir uno que Parker había evaluado por encima de 90.
A su vez, esto significó un enorme incremento en la demanda de los vinos que le gustaban a Parker, cuyos precios aumentaron en consecuencia y quedaron fuera del alcance de quienes los bebían de forma regular. No sólo eso, también afectó al comerciante minorista. Si Parker le daba un 90, no podían comprarlo, y si le daba menos, no lo podían vender.
Parker diseñó una estrategia perfecta para alejar a la gente de esa cautivante variedad que es el aspecto intelectualmente más entretenido y sensualmente más gratificante de beber vino.
Pero su influencia fue tan penetrante que hizo que los productores de todo el mundo comenzaran a utilizar las tecnologías disponibles para producir vinos frutales con cierto tenor de alcohol para obtener una puntuación alta en la escala Parker.
Incluso se estableció un laboratorio en Sonoma que, por una cuota preestablecida, aconsejaba a los interesados sobre la forma de producir vino con +90 de Parker.
Leandro Lowi es un joven mendocino gerente de exportación y embajador de la marca para EE.UU. y el Caribe de la bodega argentina Familia Zuccardi. Al ser consultado, nos comenta: “Que un vino saque +90 puntos beneficia comercialmente, abre puertas en aquellos lugares donde los compradores se fijan en los puntajes y también atrae a consumidores que buscan cierta seguridad al comprar un vino con buen puntaje”.
Admite que es verdad que “hay bodegas que buscan hacer vinos para la prensa y así sacar buenos puntajes pero una bodega seria debe hacer las cosas bien, con calidad y consistencia y los puntajes llegarán como consecuencia. Algunas bodegas basan su estrategia comercial en vender vinos de 90 puntos y un año no reciben buenos puntajes y no saben cómo vender”.
¡Llegó Internet!
Como el mundo no es un lugar estático, la llegada de Internet ha cambiado las reglas del juego, ya que permite que un enorme coro de expertos haga escuchar su voz, mientras que al mismo tiempo van creando un mercado más perfecto que le ha ido quitando gran parte de la emoción a la búsqueda del “buen vino”.
Incluso Parker no hace mucho tiempo vendió una participación en su boletín de noticias a los intereses de Singapur, lo que podemos tomar como un guiño de estos tiempos.
Las cosas, como todo, también tienen su lado positivo. La atención precisa de Parker a los números y su crítica detallada hizo que los productores de vino fino de todo el mundo presten una atención especial al cultivo de sus uvas y a los procedimientos de sus bodegas.
Esto, sin dudas, contribuyó a incrementar la calidad impulsada por las mejoras en la tecnología.
El final feliz es que hoy contamos más que nunca con una enorme variedad de vinos de alta calidad y nuevas experiencias a nuestro alcance.
Los enófilos tienen hoy un grado de responsabilidad sin precedentes.
Los neuroeconomistas han documentado de manera meticulosa que los efectos sensoriales de un vino dependen tanto del procesamiento mental como del vino en sí mismo.
Tomar un vino blanco frío en un día caluroso puede ser divertido y refrescante. Pero si nos molestamos en saber un poco sobre el vino y aprender cuáles son nuestros preferidos, la experiencia sensorial del beber será mucho más gratificante.
Nuestro amigo nunca se enteró del cambio en el contenido de la botella y ¡mucho menos que manipulamos su gusto sobre vinos!
En Internet
"Wine Searcher": el Google de los amantes del vino. Basta entrar a www.wine-searcher.com e introducir el nombre de un vino para obtener información acerca del precio de sus diferentes añadas, comparar cuáles son los que más altos puntajes tienen a los ojos de la crítica internacional y saber dónde conseguirlos a mejor precio. Otro gigante: Vivino (www.vivino.com) es la aplicación de vinos más utilizada en el mundo, basada en la posibilidad de que los usuarios puntúen lo que beben.
Dato
Reforzadores primarios: es un estímulo que satisface una necesidad biológica. Un reforzador primario no necesita ser aprendido: hambre, sueño, oxígeno, sexo. El dinero o un premio son ejemplos de reforzadores secundarios.
*Neurocientífica y periodista