Terminó la 73ª edición de la Berlinale. Se habla de ganadores, se dice que fue un palmarés casi sin injusticias y no faltan otros señalamientos de la ceremonia que tienen tanto que ver con el cine como la astrología con la astronomía.
Que haya ganado un documental como Sur l’Adamant de Nicolas Philibert es una excelente noticia. Sucede que existen aún personas, que pueden ser incluso críticos de cine o cineastas o miembros de un jurado, que no consideran el cine de no ficción como cine con mayúscula.
En una competencia con predominio de la ficción (dos incluso eran animaciones orientales), la decisión del jurado presidido por Kristen Stewart es distintiva.
Quizás una película como la extraordinaria Music de Angela Schanelec merecía algo más que el premio al mejor guion; lo mismo se podría decir del honroso premio como mejor director que se le adjudicó a Philippe Garrel por su hermosa Le grand Chariot. Se puede cuestionar qué les tocó a cada cual, no así los elegidos para premiar. No faltaron rumores sobre la deliberación, y quien haya observado la entrega de premios podrá leer en algunos gestos una posición.
El Oso de los apartados, o el Oso para “Sur l’Adamant”
Con convicción y apelando a su experiencia como espectadora, Stewart expresó la limitación del vocabulario para elogiar a la película ganadora. Como exponente del documental, Sur l’Adamant se sitúa en la tradicional línea de la modalidad observacional, aunque no es ortodoxo con los lineamientos de esa poética no intervencionista de registro: la mayoría de sus personajes interactúan en muchas ocasiones frente a cámara refiriéndose a sus trayectorias de vida, cuando la cámara deja de ser un ojo de registro fantasmal que solo absorbe lo que la realidad le propone.
¿Quiénes son los que hablan? ¿En dónde están? En una época de psicofármacos y disciplinamiento tenue pero eficiente como la nuestra, en una época en la que se delira las 24 horas pero se prescinde de reconocerlo, ver una película como la de Philibert en la que los decretados “locos” o inadaptados del sistema pueden asistir diariamente a una casa de actividades múltiples donde se los respeta y se los escucha resulta una prueba de que la funcionalidad y la eficiencia no son los únicos criterios de evaluación de una sociedad.
En la película del cineasta francés todavía puede observarse un vestigio de lo que alguna vez fue la antipsiquiatría, esa notable aproximación casi extinta al trabajo sobre la salud mental en la cual no se mancillaba a los sufrientes con la declaración de insania ni se decretaba para ellos un destino de encierro sempiterno.
Que el espacio de recreación y atención esté ubicado al lado del río Sena en París, como si la plataforma del edificio fuera casi un barco, es una glosa curiosa de un estado de cosas: ¿no son los que ahí acuden sobrevivientes sin maquillar de un naufragio colectivo?
Philibert pone atención en los quehaceres conjuntos y matiza añadiendo el relato de algunas historias personales. Hay en lo segundo una discreta revelación sociológica: quienes toman la palabra son los malogrados de la generación del Mayo francés de 1968; otros son los que llegaron a Europa desde regiones lejanas unas décadas más tarde.
El “barco” no es otra cosa que una condensación de la historia de una sociedad, en la que emerge lo sepultado y lo desatendido como síntoma de un malestar al que se le rehúye como a los locos.
Los otros premios de la Berlinale
Los otros reconocimientos fueron certeros. Christian Petzold obtuvo el segundo premio de importancia (Gran Premio del Jurado) por Afire, acaso su primera comedia, en la que su talento ilumina lúdicamente la relación entre la literatura y la vida a propósito de un escritor joven que viaja a corregir su segunda novela a un hermoso paraje al lado del mar.
Ese premio, junto con los de Garrel y Schanelec ya mencionados, y asimismo el que recibió João Canijo por Mal viver, la extraordinaria película en la que todo lo mejor del cineasta lusitano se concentra en seguir la historia de cinco mujeres ligadas al gerenciamiento de un hotel.
La película de Canijo debe ser una de las incursiones más exhaustivas en el desequilibrio psíquico jamás filmada.
Lo notable de su estudio del carácter es que no se asienta únicamente en la palabra. Los colores elegidos, la luz, el recorrido del espacio a través de geométricos travellings y un concepto de sonido por el que el exterior se reduce a un mero murmullo plasman una psicología asfixiante. El Oso de Plata del Jurado es inobjetable.
El premio argentino de la Berlinale
Fue de las últimas que vio el jurado transversal que tenía a su cargo elegir la ópera prima del festival entre varias secciones. Adentro mío estoy bailando obtuvo el reconocimiento máximo y fue descripta antes de que dijera su nombre como una película que transmite la experiencia del viaje.
Es cierto: cuando se conocen (o escenifican ese encuentro) Leandro Koch y Paloma Schachmann en un casamiento judío en que él filma y ella toca el clarinete, nadie puede imaginar que ese relato habrá de culminar en zonas perdidas de Rumania y Moldavia.
Con el pretexto de retratar el origen de la música klezmer, los realizadores descubren felizmente que la cámara sigue siendo un objeto ideal para hacer coincidir el conocimiento y lo hermoso del mundo. El plano final es la prueba.
Deben sentirse muy satisfechos Carlo Chatrian y su equipo. La 73ª edición de la Berlinale fue un éxito: no faltaron las estrellas de cine, las salas estaban llenas, la diversidad estética fue ostensible y el jurado comprendió muy bien cómo hacer legible en los premios la coherente búsqueda de la dirección artística liderada por Chatrian.
No será el más poderoso de los grandes festivales, pero es el único que cuida del cine, porque todavía cree en su libertad artística y en su relación privilegiada como un camino de conocimiento del mundo.
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