Entre las tantas hermosas películas protagonizadas por Bill Murray, hay una poco vista, mal recibida en su momento y quizás la más cercana al actor: Al filo de la navaja (1984). En ese filme, que es también un remake de El filo de la navaja, con Tyrone Power en el papel de Larry Durrell, el personaje que interpreta Murray aprende en el frente de batalla que una vida plena no está asociada a la riqueza. La muerte de Piedmont, un superior del Ejército, un hombre de experiencia, ilumina la inautenticidad del camino trazado para su vida. La suntuosidad es un ropaje cuyo brillo es una ilusión óptica. La vida está en otra parte.
La historia de Al filo de la navaja es tan hermosa como la historia de la producción de ese filme dirigido por un cineasta caído en el olvido: John Byrum. Con él, un amigo, Murray emprendió este filme en el que quiso estar, en parte, porque anhelaba demostrar otros registros posibles como intérprete.
Murray aceptó protagonizar Los cazafantasmas si el estudio Columbia financiaba este filme sobre un hombre que volvía a pensar toda su vida después de viajar a la India. El tipo de película y la premisa de esta parecían anacrónicas para el año de su estreno, y más aún para quienes identificaban a Murray como un gran comediante, uno de los tantos talentos lanzados por el programa televisivo Saturday Night Live.
En efecto, el clasicismo de aquel relato era ya una expresión y un estilo en desuso. Murray, además, era demasiado gracioso para un drama cuyo personaje amaba leer los Upanishads, trabajaba en una pescadería en París y sentía que una vieja amiga devenida en prostituta representaba la oportunidad de hallar en ese encuentro un sentido trascendente para su vida.
La anécdota es conocida: después del último día de rodaje de Al filo de la navaja, Murray pasó al siguiente rodaje sin descanso alguno. Tras meditar en un monasterio budista en Ladakh, siguió con algo parecido a un lanzallamas eliminando espectros grotescos en la ciudad de Nueva York, junto con Dan Aykroyd y Harold Ramis. Lo que es menos conocido es qué hizo Murray después de ese éxito rotundo de taquilla: se mudó a París.
En la ciudad de la cinefilia visitaba asiduamente la Cinemateca francesa, pero también estudió francés y filosofía, y asimismo se vio deslumbrado por las enseñanzas de George Gurdjieff. ¿Hace falta señalar las similitudes entre Murray y Durrell?
En 1986, ya de regreso a Hollywood, Murray hizo algunas que otras películas menores, otra de Los cazafantasmas, la fallida pero interesante ¿Qué pasa Bob?, con Richard Dreyfuss (una comedia negra de Frank Oz en la que interpreta a un sujeto bastante oscuro), y recién en 1993 protagonizó una de las comedias más originales de toda la historia del cine estadounidense: Hechizo de tiempo, dirigida por su querido amigo Ramis.
Película imposible de imaginar sin Murray, película no menos personal que Al filo de la navaja, en tanto que la inteligencia filosófica de este filme sobre la repetición y la diferencia no le puede haber sido indiferente. En este filme vuelve a contar con la presencia de su hermano mayor, Brian-Doyle Murray, que aquí es el encargado de leer el pronóstico en la marmota; en Al filo de la navaja, era Piedmont, una de las figuras clave en ese relato.
Fue Wes Anderson quien comprendió como nadie el potencial de Murray. Tres es multitud es la intersección perfecta entre el cómico y el intérprete dramático, entre el caballero de la risa y el hombre común que no renuncia a la aventura del pensamiento.
El existencialismo lúdico de esa segunda y lúcida comedia de Anderson, en la que Murray es un millonario sumido en la depresión y puede conjurar el nihilismo al encontrar en un adolescente la pasión traicionada en la vida adulta y en una mujer el deseo de amar, afirmó para siempre la grandeza del actor. De ahí en más fue un todoterreno, el comediante genial de siempre y el hombre que podía encarnar a un símil de Jacques Cousteau (Vida Acuática), un solitario que viaja al pasado para volver a ver a todos sus amores y reparar sus errores (Flores rotas) y el actor desencajado en Tokio que, en esa ciudad que desvela y desorienta a sus visitantes extranjeros, encuentra en una mujer mucho más joven que él una forma de amor que prescinde del erotismo, pero renueva el deseo de vivir (Perdidos en Tokio).
En la última película de Sofia Coppola, Murray vuelve a brillar, más allá de que En las rocas dista de ser un hito en su carrera o en la carrera de la directora. Pero basta este filme para reconocer las proezas del actor: precisión gestual y timing perfecto para denotar el nacimiento de un sentimiento o para incitar a la risa. Con los años, además, el tiempo le prodigó ese plus que algunas estrellas de cine ostentan y cuya naturaleza resulta difícil de descifrar. Es un enigma cuya gramática legible es para todos nosotros el afecto y la confianza que nos despiertan.