Después de que el 17 de mayo Roger Waters se presentara en su show de Berlín vistiendo el ya reconocido traje militar de estilo neonazi de la mítica ópera rock The Wall (1979) y su posterior versión fílmica de 1982, el músico fue acusado de antisemitismo y la policía alemana lo investiga por incitación al odio.
El traje de Waters fue creado por él mismo junto al ilustrador Gerald Scarfe para The Wall, el álbum conceptual de Pink Floyd más reconocido de su discografía, que narra la historia de Pink, una estrella de rock harta de su vida como músico que, debido a traumas y el desprecio del sistema, sentía que estaba construyendo “un muro” alrededor de su mente que lo alejaba del mundo real.
El polémico traje en cuestión, junto a su estética totalitaria, se vincula en la historia de Pink, junto a los icónicos martillos que marchan cuando, debido a una intoxicación, sufre una alucinación que lo convierte en un dictador fascista que exige a su público la máxima lealtad.
Sacado de su contexto, sí sería aberrante que Waters vista como nazi en un escenario ante miles de personas en Berlín, la ciudad en la que se gestó uno de los genocidios más despreciables y reconocidos de la historia de la humanidad. No obstante, no es el caso, y de más está aclarar que debe concebirse dentro de la diégesis que se ha creado para que habite.
La presentación de Waters, sea en Alemania o en cualquier parte del mundo, es deliberadamente ofensiva, pero en el contexto de una sátira. La realidad es que el artista no aprueba aquello que está representando, sino que lo condena.
¿Incapaces de recibir arte?
El caso de Waters deja en clara evidencia que muchas personas se han vuelto particularmente incapaces de recibir arte. En el mundo de hoy, parece que no pudieran existir los simbolismos o la sátira; todo debe ser literal y cada acto es considerado un respaldo o una aprobación de lo que representa.
Muchos quieren que el artista lo tome de la mano y le explique, en términos literales, lo que está bien y lo que no, como cuando se le muestra el mundo a un niño.
No solo es patético y triste, sino que además es el fiel reflejo de la calidad de la música, las películas y los programas de televisión que hoy son entregados, como paquetes creados en serie, tan recubiertos de azúcar que se vuelven empalagosos. Dios no permita la existencia de un verdadero villano en la ficción, porque eso podría ser visto como un respaldo a los malos en general.
Los artistas hoy tienen que llevar sus afiliaciones políticas escritas en la frente e integrarlas en todas partes de la manera más descarada posible. No puede haber lugar a la duda, no puede haber grises. ¿El público ya no entiende la comparación figurativa o la metáfora? ¿La idea de “comparar y contrastar” se extinguió?
¿Qué pasaría hoy si Charles Chaplin estuviera vivo e hiciera El gran dictador? Chaplin dirigió y actuó en la película de 1940, cuando la Segunda Guerra Mundial aún estaba presente, los horrores del Holocausto no habían sido comprendidos en su totalidad en Estados Unidos y dos años antes Hitler había sido declarado persona del año por la revista Time.
En El gran dictador, que es una crítica del fascismo de la Segunda Guerra Mundial, el actor británico interpretó a un barbero judío y a un dictador alemán: ¿podría en la era de la cancelación existir esta pieza audiovisual?
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