Sin matices, la vida de Ian Curtis, el cantante de Joy Division, era la ideal: lideraba un grupo señalado como la gran nueva cosa; su prosa marcaba una fractura en el rock británico en los estertores del punk; junto a sus compañeros, luego de mucho trabajar, generaron las condiciones para realizar una primera gira por Estados Unidos.
Pero claro, los detalles circundantes no eran del todo felices, ya que su matrimonio naufragaba ni se sentía capacitado para ser padre, al tiempo que tampoco sentía que podía retribuirle toda la onda que le tiraba su amante belga. Todo eso, sumando a padecimientos físicos que lo obligaban a tomar una montaña de pastillas.
Como lo excitante del primer párrafo no logró neutralizar lo triste del segundo, Curtis decidió interrumpir definitivamente su tránsito por este mundo. Efectivamente, se suicidó el 18 de mayo de 1980, mientras estaba solo en su casa de Manchester. Al parecer, tomó la decisión de ahorcarse después de ver en la tele Stroszek, de Werner Herzog, y de escuchar en su tocadiscos The idiot, de Iggy Pop. Por entonces, Ian tenía 24 años y su obra se reducía al disco debut de Joy Division (Unknown Pleasures, de 1979) y a todo lo incómodo que lo precedió: Joy Division era un nombre que estaba tomado de la división de prisioneras obligadas a prostituirse en los campos de concentración nazis; por otra parte; en el single de Warsaw, el proyecto previo al grupo central, Curtis y los suyos habían utilizado imágenes de las juventudes hitlerianas.
Closer, el segundo disco, terminó siendo póstumo, aunque estaba planeado lanzarlo 10 días antes del suicidio de Ian.
Dos películas abordaron el mito de Ian Curtis. Una fue 24 Hour Party People, de Michael Winterbottom, donde se narra el ascenso y caída de Factory Records, el sello del presentador televisivo y mecenas Tony Wilson que fichó a Joy Division. La otra fue Closer, del fotógrafo Anton Corbijn y amparada en el libro Touching from a distance, de Deborah Curtis, viuda de Ian.