A favor: no se puede dejar de ver
Brenda Petrone Veliz
Recientemente se estrenó en Netflix la segunda temporada de El Reino, la serie argentina de ficción en la que la religión y el poder arrasan con todo. En esta nueva parte de la historia, el personaje que interpreta Joaquín Furriel termina llevándose todos los elogios.
Las escenas en las que se muestra cómo va perdiendo la cordura poco a poco son brutales. Los fantasmas del pasado tienen una literalidad auténtica que hace pensar si están realmente muertos. Los capítulos cierran con tal nivel de intriga que resulta muy difícil abandonarlos. Los momentos de oscuridad y delirio son fascinantes y, como producto compacto, funcionan a la perfección.
Quizás se noten errores de guion e incluso la historia del personaje de Peter Lanzani tenga problemas de desarrollo y credibilidad, pero tales momentos son opacados por la intensa necesidad de saber qué pasa después.
Uno compra ciertas limitaciones y circunstancias con tal de ver qué destino cínico le va a dar el director al país. Vale la pena parar la serie para recapitular entre ficción y realidad porque las comparaciones que se pueden hacer son tan icónicas como dolorosas, aunque a algunos les pese la exageración de una evidente verdad.
Además, a las escenas del colectivo que viaja por el norte del país hay que reconocerles que al menos resolvieron un problema que las producciones porteñas venían teniendo desde hace rato: pusieron a un cordobés que habla con tonada cordobesa o al menos uno que la hace bien (a pesar de que no hayan reparado en las condiciones más realistas del estado en el que viajaba el grupo salvador por las rutas y caminos de ripio).
Por otro lado, la pequeña participación de Juan Ingaramo es brillante y el “dame, dame, Cristo” es irónico, ácido y divertido. Por más que los mismos productores hayan dicho que esta era la última temporada de la serie, quedaron tantas cosas por resolver que es posible que se echen para atrás y saquen otro segmento, dándole alegría al público que compró la historia desde el primer momento. Total, lo último que se pierde es la fe.
En contra: una desilusión total
Andrés Fundunklian
La primera temporada de El Reino había dejado la vara bastante alta: una historia original para el promedio de series que se pueden ver en Netflix, que desde la ficción abordó un tema central para estos tiempos, como es la irrupción de líderes mesiánicos en la política global y todas las consecuencias negativas que esto trajo aparejado.
Si a eso le sumamos una muy buena producción y un elenco de alto nivel, el combo era inmejorable. Aunque tal vez tuvieron algunos puntos flojos, aquellos primeros capítulos fueron de lo mejor que se pudo ver dentro del rubro ficción argentina para plataformas.
Todo lo contrario ocurre con la segunda temporada, que se estrenó por estos días. Desde el vamos, la apertura del abanico de tantas historias era un riesgo muy grande para un compendio tan limitado como son seis episodios (una miniserie). Nunca sabremos si Netflix acortó los tiempos y los autores tuvieron que comprimir ese gran universo que se despliega en el comienzo.
Lo cierto es que, tal como se lo ve, el guion hace agua por todos lados. Los saltos temporales no se entienden, las resoluciones de las escenas son torpes y hay diálogos que parecen sacados de la telenovela más elemental.
Si bien por momentos pareciera que se pone algo más interesante cuando el pasado comienza a atormentar a Rubén Osorio (Joaquín Furriel), la resolución de ese conflicto también naufraga. Y ni hablar de lo que pasa con Tadeo (Peter Lanzini), quien encarna una improbable mezcla entre el Che Guevara y Jesucristo, con una muda de ropa limpia y diferente todos los días.
El problema principal es que esta segunda temporada no define a qué quiere jugar. Si quiere ser una ficción distópica, tiene demasiados elementos de la realidad. Y cuando se refugia en ese costado de la cruda historia argentina, es totalmente inverosímil.
Como cuando Emilio Vázquez Pena (Diego Peretti) le pide a su chofer que lo lleve a ver la realidad “con sus propios ojos” y el paseo parece más una escena de una mala copia de The Walking Dead que de un país devastado. ¿O alguien puede creer que un pueblo en semejante estado de crisis colgará una bandera blanca con la leyenda “presidente mentiroso”? De esos detalles, hay tantos que no alcanzarían las notas para contarlos. Una lástima.
